Sintiendo
en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible
dejar de escribir. (72)
Y menos mal, porque
leyendo a
Eloy Tizón dan ganas de no volver a escribir jamás y tan
sólo esperar atenta a sus siguientes palabras. Una de las lecturas
más reveladoras de mi vida, han sido, sin duda, los cuentos de Eloy
Tizón.
Velocidad
de los jardines,
su primer libro de cuentos (¡que publicó con 28 años!), no es sólo
un clásico sino una herramienta, un lugar de aprendizaje, un
territorio por explorar. Tengo pendiente su siguiente libro de
cuentos,
Parpadeos,
pero he dado un salto y he pasado directamente a
Técnicas
de iluminación (Páginas de Espuma, 2013) recién salido del horno sobre el
que tendré oportunidad de, esta misma tarde, participar en una
charla coloquio con el propio autor (^^)
Técnicas
de iluminación es un libro inmenso, en el que se consolidan las claves de escritura
de Tizón. Las diez piezas que lo integran me parece, no sólo que
están en sintonía con su primera compilación de cuentos, sino que
su escritura ha madurado. Sospecho (debería preguntárselo esta
tarde si la timidez no me lo impide) que Tizón debe ser partícipe
de esa sensación que declaran muchos escritores de estar escribiendo
siempre la misma historia. Si la historia perfecta que el
artista-escritor quiere contar se coloca en el centro de una espiral,
el recorrido de Eloy Tizón lo acerca a ese centro perfecto y está
tan cerca...
He hecho una lectura
atenta y casi patológica de este libro. He desmontado sus cuentos
sobre mi mesa y los he vuelto a montar: no ha sobrado ni una pieza.
El propio autor legitima mi locura lectora «Uno
sólo puede hacer algo bien obesionándose con ello» (77) A continuación, expongo las notas que he
tomado tras este arrebato lector de lápices de colores y notas al
margen.
Decir que Eloy Tizón
adjetiva y usa las metáforas de forma muy personal es repetir algo
que sus lectores sabemos ( al azar: «imperfección
impecable» (77),
«luz
bipolar» (90),
«olor
subjuntivo» (112),
«cielo
parmesano» (132),
«luces
epilépticas, cadavéricas» (120)).
Este tipo de adjetivación disociada es el objetivo de muchos
escritores actuales pero lo realmente genial de este trabajo de
asociación (llevado a veces casi a los binomios fantásticos de
Rodari) es que cada adjetivo, cada metáfora, cada símil viene a
alumbrar relaciones que son descubiertas y no inventadas, que el
lector reconoce enseguida porque siempre estuvieron ahí y que se
hacen obvias porque él las señala.
A menudo, se salpica el
texto de comparaciones que renuevan la greguería al cambiar el
humorismo por cierto tono de ironía o sarcasmo, pero que mantienen
esa mirada lúdica que recuerda a Gómez de la Serna o a la obra
fotográfica de Chema Madoz («una
mecedora, esa silla altisonante que parece un homenaje a la duda» (16),
«La
nieve es la esquina sucia de las palabras»
(16),
«A
lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea
serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua»
(17), «Milagro
es lo que acaba»
(18),
«Hoy
en día están de moda los autores que parecen anuncios de
detergentes»
(19),
«aviones,
giraban sobre nosotros gigantescos crucifijos»
(26),
«La
mano de la niña (…) sus dedos se movían dentro de la mía como
pequeñas tijeras” (29),
«telarañas
(…) mosquiteros de seda» (31),
«el
trombón (…) viejo paquidermo»
(31),
«los
nuevos barrios de rascacielos como pozos invertidos, hundiéndose
hacia el cielo.»
(34),
«sus
manitas ocres, difuntas, parecidas a huchas, sonándole dentro de los
bolsillos»
(51),
«volar
no tiene esquinas» (75),
«las
gafas (…) con sus patas de saltamontes metálico»
(84),
«La
carretera era una cinta transportadora que desplaza hogueras»
(90),
«La
caligrafía (…) una alambrada de pinchos en la que se enredan los
ojos» (101),
«Los
pensamientos son peces» (107),
«muñecas
rusas (…) al colocarlas todas juntas en la repisa de la chimenea
queda expuesta una decreciente hilera de fetos coloreados» (134)).
Tizón es un maestro de
las enumeraciones aparentemente caóticas y en ellas nos sorprenden
también relaciones internas que desvelan hallazgos asombrosos. Es
capaz de trazar descripciones perfectas enumerando elementos, como un
pintor impresionista que a grandes paletadas desvela un paisaje
sobrecogedor: «¿Y
si nos vamos a Portugal?, sugirió una de las chicas (…), de
repente ante nosotros compareció un fragmento de pared con mosaicos
de dibujos intrincados, un vaso de vinho verde, rumor de cascada en
el claustro de un convento luminoso, un cielo atlántico, abierto al
mar, gravemente herido de gaviotas y palmeras, garabateado a toda
prisa por los trazos del cableado eléctrico de un tranvía que subía
jadeando una rua tan angosta que era casi imposible, tantas cosas.»(98).
La ruptura de la sintaxis
es otro elemento habitual de la escritura de Tizón. Este recurso,
que es utilizado por otros autores (Lispector por ejemplo, o más
clásicos, como Faulkner o Joyce,...), en Tizón y en el cuento,
añaden un grado más de conmoción a sus textos: frases sin
predicado, puntos por comas, saltos al monólogo interior y la
oralidad («Pero
espera, que ahora viene lo mejor»
(123),
«Ahora
viene lo peor» (131), «¿la
has visto?» (106), «¿Tú
crees que ella volverá conmigo?»
(106)...),...
Todos son recursos sabiamente utilizados para estimular al lector que
no tiene más que dejarse llevar: «Viajábamos
expectantes, turnándonos para conducir el descapotable color mostaza
prestado por el padre de Mario, y que se lo cuidásemos bien, y que
no hiciésemos gamberradas, sobre todo no quería saber nada de
arañazos ni rozaduras, ¿eh?, aquí están las llaves,
relampaguearon un instante entre sus dedos, Rodrigo, Mario y Samuel,
y los tres éramos amigos inseparables desde el jardín de infancia»
(89)
Se alternan tiempos y
personas verbales en muchos de los textos sin que ni una sola de
estas transiciones llegue a desconcertar al lector: en «Nautilus»
se entremezclan pasado, presente y futuro, ahondando en la idea del
movimiento y acercando del estupor del protagonista. En «Manchas
solares»
se usa la primera persona y la segunda (como yo objetivado) y se
acentúa así la visión que el protagonista trata de adivinar sobre
sí mismo en los ojos de los demás.
Con toda esta pirotecnia
formal cualquiera correría el riesgo de formar un pastiche en el que
fuera imposible introducirse como lector y, sin embargo, todo este
montaje matemático y preciso está cubierto de un estudiado desaliño
cortazariano. Y se hace con tanta maestría que uno podría creer que
es el autor y no uno de los personajes el que confiesa: «Escribo
esto sin releer, a mi aire, con la punta del corazón ardiendo,
dejándome arrastrar por el libre juego de la mente con las palabras» (143)
Del mismo modo, la
significación interna de los cuentos se mantiene, se dosifica, se
controla. Todo este andamiaje de recursos podría acabar por
fragmentar qué se quiere contar, podría terminar por ahogar al
autor y sin embargo, en todo momento hay dominio de la historia, se
dosifica el suspense y la intriga con sabios adelantos de nombres
propios, con pronombres desubicados que dan pistas sobre la aparición
de nuevos personajes («Las
zurraba sin ganas» (84)),... . Además, y esto me parece un rasgo
específico de los cuentos de este libro (tendría que releer
concienzudamente Velocidad
de los jardines),
se hace uso en muchas de las piezas del macguffin (importando
el término de la narrativa audiovisual). Este recurso es evidente en
«Ciudad
Dormitorio»
en forma de una caja que el jefe de la protagonista le pide que
destruya, pero también son macguffins, más abstractos si se
quiere, el beso en «Debería
ser domingo»,
los nudillos rojos en «La
calidad del aire»
(transfiréndose a un huevo en este mismo cuento), la maleta y «la
persona que no nos interesa»
en «Los
horarios cambiados».
En
este libro maduran los grandes temas que Tizón adelantaba en su
primer libro de cuentos: la
vida, el cambio, el conflicto, como viaje, «adelante,
siempre adelante»
(leitmotiv galdosiano en el
libro) o «en
círculos»,
simbolizado una y otra vez
en ferrocarriles
(referenciados en la
adjetivación y comparaciones o como parte de la acción como en
«Ciudad
Dormitorio»),
en barcos
(«Manchas
solares»),
en ríos («Se
cruzan ríos parecidos a locomotoras» (11)),
e incluso en la escritura («A
lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea
serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17)).
Incluso el paseo de «Merecía
ser domingo»
se convierte en un viaje de una vida entera.
Los diez cuentos de este
libro giran en torno al viaje y por tanto en torno al transcurrir de
la existencia: la maleta de «Los
horarios cambiados»
ilustra una vida de pareja que transcurre entre viajes, el viaje real
y el imaginado por Dorothy en «Volver
a Oz»,
el viaje, con regusto de iniciación, al pueblo donde se celebra la
boda en «Alrededor
de la boda»
(la boda es otro viaje en sí misma, viaje dentro de un viaje como
una matrioska: «un
lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértico
o una caída»
(95)), el viaje a un congreso en «Nautilus».
Algunos personajes no se encuentran capaces de avanzar solos en la
vida, necesitan un guía: Karina en «Manchas
solares»
o Usted en «El
cielo en casa».
Pero todos estos viajes,
estas vidas, para ser intensas, para ser auténticas, para ser
conscientes de sí, requieren que estemos perdidos: «Perderse
no es tan fácil. Requiere superar grandes obstáculos, huir de los
lugares comunes, de los hábitos que nos cercan, esquivar
escrupulosamente las caras conocidas de amistades y familiares para
las que significamos algo y tenemos un pasado que nos narra» (55) Hay que deshacerse del reloj si se quiere
hacer un alto reflexivo porque no tenerlo es perder la referencia,
voluntaria o involuntariamente: el protagonista de «La
calidad del aire»
se deshace de su reloj, el de «Manchas
solares»
lo pierde cuando su mujer se marcha con los carillones de las
paredes. La huida en «Merecía
ser domingo»
es otro acto voluntario de pérdida, pero no siempre funciona la
voluntad, también cuenta la suerte: «Muchos
habían tenido la misma idea que nosotros, aunque quizá menos
suerte. En la carretera, nos recibió una caravana de coches
abandonados, con todas las puertas abiertas y los cristales rotos,
nadie en su interior.» (30)
Y en contraposición al
viaje sólo queda la muerte que es la nieve (el agua inmóvil y donde
muere Walser al que se dedica el primer cuento), la vida sedentaria
del hombre evolucionado, del hombre socializado: «La
tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso» (11). Porque hay que tener en cuenta siempre que
«lo
importante no era alojarse en, ni llegar a, ni estar en ningún lado,
sino prolongar el viaje un poco más para mantenerse siempre en vilo,
sin mirar atrás» (99)
En cuanto a los cuentos
como unidades independientes sorprende en «Fotosíntesis”
esa pseudobiografía de Robert Walser que nos hace caminar con él
(tal como se anuncia al inicio). Seguimos a Walser en su nacimiento,
en el descubrimiento del sexo y el amor, en su juventud como
secretario y trabajador de la banca haciendo trabajos razonables («La
vegetación simboliza el triunfo de la razón sobre el caos
sanguinolento de la pasiones humanas.»
(13)), los inicios como escritor en la «hora
de comer»,
la aparición de la depresión y primera mirada a la muerte («Lo
bueno de vestir la chaqueta del pijama debajo del traje de calle es
que uno puede pasar la noche en cualquier lado, sobre cualquier
superficie, dura o blanda, sin rendir cuentas a nadie. (…) Y
tampoco es preciso contar con la presencia de una mecedora (…)
Sobre todo para alguien que sabe que el suelo, la nieve entera, es su
mejor mecedora» (15)). Llevamos la muerte bajo la ropa. La
vida bohemia en Berlín, donde todos eran artistas y «daban
ganas de hacerse revisor».
El silencio de la escritura («Milagro
es lo que acaba” (18)) y la vida en el sanatorio donde «Alguien
parece estar llorando al otro lado; se escucha algún que otro
gimoteov (18). Al fin, la narración
de una vida completa: «Ve
transcurrir a un niño entero, con todas sus estaciones»
(19). Antes de apagarnos «nuestros
pies han bordado un tapiz».
El silencio frente a la
hiperestesia también es otra de las claves de la escritura de Tizón.
En un acto proustiano (autor referido expresamente en su primer libro
y también en éste (24)), el escritor se aisla del mundo en un
silencio que le permite explorar todas las sensaciones acumuladas:
«De
verdad, este mundo me deja sin aliento. Me abruma. Encuentro que hay
demasiada sensualidad en él, demasiada pasión, demasiada hermosura,
un bombardeo de estímulos, todo eclosiona de golpe, bocas y frutos,
disparando feromonas a todas horas en un estallido salvaje, no se
puede abarcar tanto»
p. 106. Incluso, el bocado de magdalena
proustiano se sustituye en «Merecería
ser domingo»
por un jersey que cae volando (22) El silencio
marca la estructura de este cuento (de la casa, de la calle, del
mundo) reiterando la referencia a la habitación acolchada de Proust,
el aislamiento, pero también, el acto de recuperación de la
memoria, de viaje (otro viaje) por los recuerdos.
Cabe
destacar, además, un pasaje soberbio: el trasiego de la celebración
de boda en «Alrededor de la boda» que llega a aturdirnos como
aquella en «Freaks» de Tod
Browning y que nos lanza en medio de un
centrifugado de vidas.
Sólo puedo concluir
diciendo que leer a Tizón es, como lector, una experiencia
extraordinaria que nadie debería perderse, como escritor, un
terremoto que trastorna todos tus prejuicios. Leerle es aterrarse con
la maravilla de la genialidad.
Porque
escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un
espasmo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con
una sobrecarga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo
hay que canalizar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena
que desborda la conciencia. De la euforia molecular hasta el folio.
Entran ganas de cantar de bailar de recibir una bofetada o un
electroshock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética
hacia dentro y nos contentamos con enfilar, con gran aplomo, un signo
negro tras otro. (72)