Escribir aquí es un acto solitario, el lanzamiento de un mensaje embotellado lo más lejos posible en el mar. El culto a la encogida esperanza de encontrar quien aborde esta soledad hecha isla. El saboreo salvaje del dolor. Como la llaga en la encía que analizas una y otra vez con la punta de lengua, sin poder ignorar el escozor, sin dejar de disfrutarlo un poco. Es el gesto extrañado de un escéptico que ya nada cree pero que aún late y sueña, inevitablemente, con aquello que no se atrevería a reconocer.
Y la espera que nada aguarda sólo ve la subida y bajada infinita de las mareas. El sinsentido de la cuenta atrás implacable. El sol que envejece. La pupila aterida en una ola de calor.
Y si llega a vislumbrarse el espejismo de una nave fantasmal que recorta brevemente el horizonte, no puede el solitario más que arrebujarse en los fragmentos de su esperanza, plantarse orgulloso dentro de su coraza de incredulidad, cincelarse un rostro impertérrito que no demuestre inquietud alguna. Amarrarse los pies para no correr mar adentro con los brazos abiertos rogando piedad.
Sin notar que quizá
el rescoldo de la hoguera está
transmitiendo
a escondidas
tímidas
señales
de humo.
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