22 de octubre de 2013

Diario personal del Doctor K.


Veinte de febrero de 1877


El registro de ingreso de la paciente D.L. marca el seis de junio de 1876. Cuando llegó a la institución llevaba cuatro días atrapada en un grito continuo y desesperado. En los ocho meses de tratamiento, sin embargo, la histeria no pareció remitir sustancialmente. Sólo bajo el efecto de los sedantes lográbamos que guardara silencio pero en ningún momento fue posible comunicarse con ella. Apenas amainaba la inconsciencia inducida, retornaba el grito alterando al resto de pacientes y los nervios de las enfermeras. Observé que incluso mientras dormía, las yugulares de la paciente permanecían en tensión y los dedos crispados. En sus ojos entreabiertos en el duermevela podía adivinar -no puedo explicar esta sensación sin recurrir a un cierto tono lírico- que el grito seguía expandiéndose más allá de su consumido organismo, capaz de sembrar, incluso acallado, estupor e inquietud en todos nosotros.

Este caso ha despertado en mí una piedad inopinada que atribuyo a la fortaleza de su dolor. Creo que quiero entenderlo como la materialización final de las pequeñas dosis de tormento que soportan los demás pacientes o incluso las reservadas para nosotros, el resto de seres humanos de cualquier condición.

La hora de la muerte ha sido fijada a las catorce horas del veinte de febrero de 1877. Ahora la institución me parece casi excesivamente tranquila, como si echara de menos la vibración latente de su grito ahogado en barbitúricos. Quiero dejar constancia también en este diario del burbujeo que ha empezado a removerse en mi garganta y la presión que agarra mi cuello. Temo, quizá de forma absurda, que el dolor siga algún proceso de contagio y que no estemos libres aún de ese grito. Que dios nos bendiga y proteja.

21 de octubre de 2013

Rewind


Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión. Las máscaras de oxígeno se retiraban mientras que, en las bandejas, los almuerzos rehacían sus puzzles obedientes. El niño de las pataditas volvió a su berrinche con el asiento delantero. La película mostró la escena anterior al beso y las coronarias del infartado recobraron su resignado flujo habitual. Las gafas de la señora del croché brillaron, intactas, tras la repetición del crujido. Que quizá fuera también el de las manos que separaban dedos blancos; el del trajín de huesos al recolocarse; el del fuselaje del avión al cicatrizar; o el chasquido del «te quiero» que ya nadie había dicho.

Micro participante en el I Concurso Internacional de Prisa Radio que marcaba la frase de inicio.

8 de octubre de 2013

Técnicas de iluminación. Eloy Tizón.





Sintiendo en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible dejar de escribir. (72)


Y menos mal, porque leyendo a Eloy Tizón dan ganas de no volver a escribir jamás y tan sólo esperar atenta a sus siguientes palabras. Una de las lecturas más reveladoras de mi vida, han sido, sin duda, los cuentos de Eloy Tizón. Velocidad de los jardines, su primer libro de cuentos (¡que publicó con 28 años!), no es sólo un clásico sino una herramienta, un lugar de aprendizaje, un territorio por explorar. Tengo pendiente su siguiente libro de cuentos, Parpadeos, pero he dado un salto y he pasado directamente a Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013) recién salido del horno sobre el que tendré oportunidad de, esta misma tarde, participar en una charla coloquio con el propio autor (^^)

Técnicas de iluminación es un libro inmenso, en el que se consolidan las claves de escritura de Tizón. Las diez piezas que lo integran me parece, no sólo que están en sintonía con su primera compilación de cuentos, sino que su escritura ha madurado. Sospecho (debería preguntárselo esta tarde si la timidez no me lo impide) que Tizón debe ser partícipe de esa sensación que declaran muchos escritores de estar escribiendo siempre la misma historia. Si la historia perfecta que el artista-escritor quiere contar se coloca en el centro de una espiral, el recorrido de Eloy Tizón lo acerca a ese centro perfecto y está tan cerca...

He hecho una lectura atenta y casi patológica de este libro. He desmontado sus cuentos sobre mi mesa y los he vuelto a montar: no ha sobrado ni una pieza. El propio autor legitima mi locura lectora «Uno sólo puede hacer algo bien obesionándose con ello» (77) A continuación, expongo las notas que he tomado tras este arrebato lector de lápices de colores y notas al margen.

Decir que Eloy Tizón adjetiva y usa las metáforas de forma muy personal es repetir algo que sus lectores sabemos ( al azar: «imperfección impecable» (77), «luz bipolar» (90), «olor subjuntivo» (112), «cielo parmesano» (132), «luces epilépticas, cadavéricas» (120)). Este tipo de adjetivación disociada es el objetivo de muchos escritores actuales pero lo realmente genial de este trabajo de asociación (llevado a veces casi a los binomios fantásticos de Rodari) es que cada adjetivo, cada metáfora, cada símil viene a alumbrar relaciones que son descubiertas y no inventadas, que el lector reconoce enseguida porque siempre estuvieron ahí y que se hacen obvias porque él las señala.

A menudo, se salpica el texto de comparaciones que renuevan la greguería al cambiar el humorismo por cierto tono de ironía o sarcasmo, pero que mantienen esa mirada lúdica que recuerda a Gómez de la Serna o a la obra fotográfica de Chema Madoz («una mecedora, esa silla altisonante que parece un homenaje a la duda» (16), «La nieve es la esquina sucia de las palabras» (16), «A lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17), «Milagro es lo que acaba» (18), «Hoy en día están de moda los autores que parecen anuncios de detergentes» (19), «aviones, giraban sobre nosotros gigantescos crucifijos» (26), «La mano de la niña (…) sus dedos se movían dentro de la mía como pequeñas tijeras” (29), «telarañas (…) mosquiteros de seda» (31), «el trombón (…) viejo paquidermo» (31), «los nuevos barrios de rascacielos como pozos invertidos, hundiéndose hacia el cielo.» (34), «sus manitas ocres, difuntas, parecidas a huchas, sonándole dentro de los bolsillos» (51), «volar no tiene esquinas» (75), «las gafas (…) con sus patas de saltamontes metálico» (84), «La carretera era una cinta transportadora que desplaza hogueras» (90), «La caligrafía (…) una alambrada de pinchos en la que se enredan los ojos» (101), «Los pensamientos son peces» (107), «muñecas rusas (…) al colocarlas todas juntas en la repisa de la chimenea queda expuesta una decreciente hilera de fetos coloreados» (134)).

Tizón es un maestro de las enumeraciones aparentemente caóticas y en ellas nos sorprenden también relaciones internas que desvelan hallazgos asombrosos. Es capaz de trazar descripciones perfectas enumerando elementos, como un pintor impresionista que a grandes paletadas desvela un paisaje sobrecogedor: «¿Y si nos vamos a Portugal?, sugirió una de las chicas (…), de repente ante nosotros compareció un fragmento de pared con mosaicos de dibujos intrincados, un vaso de vinho verde, rumor de cascada en el claustro de un convento luminoso, un cielo atlántico, abierto al mar, gravemente herido de gaviotas y palmeras, garabateado a toda prisa por los trazos del cableado eléctrico de un tranvía que subía jadeando una rua tan angosta que era casi imposible, tantas cosas.»(98).

La ruptura de la sintaxis es otro elemento habitual de la escritura de Tizón. Este recurso, que es utilizado por otros autores (Lispector por ejemplo, o más clásicos, como Faulkner o Joyce,...), en Tizón y en el cuento, añaden un grado más de conmoción a sus textos: frases sin predicado, puntos por comas, saltos al monólogo interior y la oralidad («Pero espera, que ahora viene lo mejor» (123), «Ahora viene lo peor» (131), «¿la has visto?» (106), «¿Tú crees que ella volverá conmigo?» (106)...),... Todos son recursos sabiamente utilizados para estimular al lector que no tiene más que dejarse llevar: «Viajábamos expectantes, turnándonos para conducir el descapotable color mostaza prestado por el padre de Mario, y que se lo cuidásemos bien, y que no hiciésemos gamberradas, sobre todo no quería saber nada de arañazos ni rozaduras, ¿eh?, aquí están las llaves, relampaguearon un instante entre sus dedos, Rodrigo, Mario y Samuel, y los tres éramos amigos inseparables desde el jardín de infancia» (89)

Se alternan tiempos y personas verbales en muchos de los textos sin que ni una sola de estas transiciones llegue a desconcertar al lector: en «Nautilus» se entremezclan pasado, presente y futuro, ahondando en la idea del movimiento y acercando del estupor del protagonista. En «Manchas solares» se usa la primera persona y la segunda (como yo objetivado) y se acentúa así la visión que el protagonista trata de adivinar sobre sí mismo en los ojos de los demás.

Con toda esta pirotecnia formal cualquiera correría el riesgo de formar un pastiche en el que fuera imposible introducirse como lector y, sin embargo, todo este montaje matemático y preciso está cubierto de un estudiado desaliño cortazariano. Y se hace con tanta maestría que uno podría creer que es el autor y no uno de los personajes el que confiesa: «Escribo esto sin releer, a mi aire, con la punta del corazón ardiendo, dejándome arrastrar por el libre juego de la mente con las palabras» (143)

Del mismo modo, la significación interna de los cuentos se mantiene, se dosifica, se controla. Todo este andamiaje de recursos podría acabar por fragmentar qué se quiere contar, podría terminar por ahogar al autor y sin embargo, en todo momento hay dominio de la historia, se dosifica el suspense y la intriga con sabios adelantos de nombres propios, con pronombres desubicados que dan pistas sobre la aparición de nuevos personajes («Las zurraba sin ganas» (84)),... . Además, y esto me parece un rasgo específico de los cuentos de este libro (tendría que releer concienzudamente Velocidad de los jardines), se hace uso en muchas de las piezas del macguffin (importando el término de la narrativa audiovisual). Este recurso es evidente en «Ciudad Dormitorio» en forma de una caja que el jefe de la protagonista le pide que destruya, pero también son macguffins, más abstractos si se quiere, el beso en «Debería ser domingo», los nudillos rojos en «La calidad del aire» (transfiréndose a un huevo en este mismo cuento), la maleta y «la persona que no nos interesa» en «Los horarios cambiados».

En este libro maduran los grandes temas que Tizón adelantaba en su primer libro de cuentos: la vida, el cambio, el conflicto, como viaje, «adelante, siempre adelante» (leitmotiv galdosiano en el libro) o «en círculos», simbolizado una y otra vez en ferrocarriles (referenciados en la adjetivación y comparaciones o como parte de la acción como en «Ciudad Dormitorio»), en barcos («Manchas solares»), en ríos («Se cruzan ríos parecidos a locomotoras» (11)), e incluso en la escritura («A lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17)). Incluso el paseo de «Merecía ser domingo» se convierte en un viaje de una vida entera.

Los diez cuentos de este libro giran en torno al viaje y por tanto en torno al transcurrir de la existencia: la maleta de «Los horarios cambiados» ilustra una vida de pareja que transcurre entre viajes, el viaje real y el imaginado por Dorothy en «Volver a Oz», el viaje, con regusto de iniciación, al pueblo donde se celebra la boda en «Alrededor de la boda» (la boda es otro viaje en sí misma, viaje dentro de un viaje como una matrioska: «un lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértico o una caída» (95)), el viaje a un congreso en «Nautilus». Algunos personajes no se encuentran capaces de avanzar solos en la vida, necesitan un guía: Karina en «Manchas solares» o Usted en «El cielo en casa».

Pero todos estos viajes, estas vidas, para ser intensas, para ser auténticas, para ser conscientes de sí, requieren que estemos perdidos: «Perderse no es tan fácil. Requiere superar grandes obstáculos, huir de los lugares comunes, de los hábitos que nos cercan, esquivar escrupulosamente las caras conocidas de amistades y familiares para las que significamos algo y tenemos un pasado que nos narra» (55) Hay que deshacerse del reloj si se quiere hacer un alto reflexivo porque no tenerlo es perder la referencia, voluntaria o involuntariamente: el protagonista de «La calidad del aire» se deshace de su reloj, el de «Manchas solares» lo pierde cuando su mujer se marcha con los carillones de las paredes. La huida en «Merecía ser domingo» es otro acto voluntario de pérdida, pero no siempre funciona la voluntad, también cuenta la suerte: «Muchos habían tenido la misma idea que nosotros, aunque quizá menos suerte. En la carretera, nos recibió una caravana de coches abandonados, con todas las puertas abiertas y los cristales rotos, nadie en su interior.» (30)

Y en contraposición al viaje sólo queda la muerte que es la nieve (el agua inmóvil y donde muere Walser al que se dedica el primer cuento), la vida sedentaria del hombre evolucionado, del hombre socializado: «La tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso» (11). Porque hay que tener en cuenta siempre que «lo importante no era alojarse en, ni llegar a, ni estar en ningún lado, sino prolongar el viaje un poco más para mantenerse siempre en vilo, sin mirar atrás» (99)

En cuanto a los cuentos como unidades independientes sorprende en «Fotosíntesis” esa pseudobiografía de Robert Walser que nos hace caminar con él (tal como se anuncia al inicio). Seguimos a Walser en su nacimiento, en el descubrimiento del sexo y el amor, en su juventud como secretario y trabajador de la banca haciendo trabajos razonables («La vegetación simboliza el triunfo de la razón sobre el caos sanguinolento de la pasiones humanas.» (13)), los inicios como escritor en la «hora de comer», la aparición de la depresión y primera mirada a la muerte («Lo bueno de vestir la chaqueta del pijama debajo del traje de calle es que uno puede pasar la noche en cualquier lado, sobre cualquier superficie, dura o blanda, sin rendir cuentas a nadie. (…) Y tampoco es preciso contar con la presencia de una mecedora (…) Sobre todo para alguien que sabe que el suelo, la nieve entera, es su mejor mecedora» (15)). Llevamos la muerte bajo la ropa. La vida bohemia en Berlín, donde todos eran artistas y «daban ganas de hacerse revisor». El silencio de la escritura («Milagro es lo que acaba” (18)) y la vida en el sanatorio donde «Alguien parece estar llorando al otro lado; se escucha algún que otro gimoteov (18). Al fin, la narración de una vida completa: «Ve transcurrir a un niño entero, con todas sus estaciones» (19). Antes de apagarnos «nuestros pies han bordado un tapiz».

El silencio frente a la hiperestesia también es otra de las claves de la escritura de Tizón. En un acto proustiano (autor referido expresamente en su primer libro y también en éste (24)), el escritor se aisla del mundo en un silencio que le permite explorar todas las sensaciones acumuladas: «De verdad, este mundo me deja sin aliento. Me abruma. Encuentro que hay demasiada sensualidad en él, demasiada pasión, demasiada hermosura, un bombardeo de estímulos, todo eclosiona de golpe, bocas y frutos, disparando feromonas a todas horas en un estallido salvaje, no se puede abarcar tanto» p. 106. Incluso, el bocado de magdalena proustiano se sustituye en «Merecería ser domingo» por un jersey que cae volando (22) El silencio marca la estructura de este cuento (de la casa, de la calle, del mundo) reiterando la referencia a la habitación acolchada de Proust, el aislamiento, pero también, el acto de recuperación de la memoria, de viaje (otro viaje) por los recuerdos.

Cabe destacar, además, un pasaje soberbio: el trasiego de la celebración de boda en «Alrededor de la boda» que llega a aturdirnos como aquella en «Freaks» de Tod Browning y que nos lanza en medio de un centrifugado de vidas.

Sólo puedo concluir diciendo que leer a Tizón es, como lector, una experiencia extraordinaria que nadie debería perderse, como escritor, un terremoto que trastorna todos tus prejuicios. Leerle es aterrarse con la maravilla de la genialidad.

Porque escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un espasmo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con una sobrecarga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo hay que canalizar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena que desborda la conciencia. De la euforia molecular hasta el folio. Entran ganas de cantar de bailar de recibir una bofetada o un electroshock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética hacia dentro y nos contentamos con enfilar, con gran aplomo, un signo negro tras otro. (72)

6 de octubre de 2013

"Este es un mundo como otro cualquiera"


Ondas rojas


Mi hermano Iván ya masca regaliz al otro lado. Busco un charco como el suyo, capaz de tragarme sin mordisco. Los días de lluvia, mis botas de plástico verde y yo reanudamos la misión. Echo de menos a Iván y su olor a orozuz. Algún día, en uno de mis saltos no habrá suelo tras el espejo y por fin viajaré hacia abajo, cayendo como si volara. No me rindo nunca: mamá insiste en que no desespere y siga buscando.

Fotografía de Javier Prieto.

4 de octubre de 2013

Presentación de "De Antología" en Sevilla




Como sabéis, soy una de las autoras antologadas en "De antología. La logia del microrrelato" publicada por Talentura el pasado Junio. Pues bien, el próximo viernes 11 de Octubre a las 20'30h en el Espacio Cultural Casa Tomada (nuevo espacio, recién inaugurado, de Taller de Palabras) vamos a hacer la presentación oficial en Sevilla de este libro. Por supuesto, estáis todos invitadísimos. Estaremos presentes varios de los autores antologados y prometemos que será divertido.

Además, también se presenta el libro "Precipicios Habitados" de Mar Horno, por primera vez y recién sacado de imprenta.

Espero ver muchas caras conocidas por allí. Después de la presentación nos vamos de cervecitas, no faltéis ;)

Presentación de "De antología" y "Precipios Habitados"
Lugar: Casa Tomada. C/Muro de los Navarros, 66, 41003, Sevilla
Hora: 20:30h


Edición de Mayo de 2014: Aquí el video de la presentación completa