13 de noviembre de 2016

Teoría del caos



Cuando se detectó, la epidemia ya había dejado en blanco cientos de libros. Parece que empezó borrando al azar volúmenes de las grandes bibliotecas, luego de colecciones domésticas, librerías de barrio e incluso de alguna gran superficie.

Los investigadores siguieron el rastro de libros enfermos y dieron con la culpable: aquella librera insufrible, con su perfecto plumero siempre al acecho, castigo de los dobladores de solapas y de las manos churretosas, amante de escrupulosas devoluciones a la editorial por cualquier tacha.

Pronto confesó: el rabito de una letra –una a– sobresalía del borde de una página y no pudo contenerse. Como el que desbarata un jersey intentando arrancar un hilo. El texto de todos los libros impresos, hermanado, cruzado de referencias fruto de un diálogo de siglos entre los autores, cedió al descosido y fue derramándose inerte en el suelo de su pequeña librería. Aquel humilde montoncito de letras no abultaba lo que hubieras imaginado. Un par de sacudidas de plumero bastaron para limpiarlo todo.

Micro escrito para el 3º Premio Gusanito Lector de microrrelatos que marcaba el tema: la librería

4 de noviembre de 2016

La literatura o la vida



Que el ejercicio de la escritura está reñido con la vida lo sabe todo aquel que alguna vez cogió un lápiz con intención de fabular. El cuarto propio que decía Woolf es imprescindible no sólo para escribir. El espacio personal, la soledad y la tranquilidad, fundamentales para cualquier trabajo intelectual (leer, escribir, hacer una tesis, reflexionar, ser persona...), tan atacado por las obligaciones y la abominable oferta de ocio que nos bombardea, no ha sido nunca fácil de defender. Pero no vengo a hablar de lo difícil que es sentarse a escribir, que lo es. Mis últimas lecturas me tienen a vueltas ahora con el aparente conflicto que resulta de confrontar lo escrito y las experiencias vitales. Eso de que hay que vivir para poder escribir.

Con la reciente publicación de los cuentos de Lucia Berlin no han sido pocas las reseñas que hacen hincapié en la vida tan variada, ajetreada y excitante que tuvo la autora y que es la materia prima desde la que construye sus historias, bajo un ejercicio de autoficción maravilloso. El caso es que en un artículo que leí y que no logro localizar (por favor, si alguien sabe cuál es que me lo diga y de fin a mi sufrimiento) apuntaban a algo interesante: a la hora de reseñar a Berlin resulta más fácil comentar su vida que su obra. Ceñirse exclusivamente a la literatura y al libro resulta indudablemente más difícil que comentar cómo una mujer en los años cuarenta desempeña diversos y variopintos empleos, se las ve con un alcoholismo grave y gestiona su maternidad de forma brutalmente sincera. Claro, eso es totalmente cierto. Literariamente la cuestión que me planteo es si importa que de verdad viviera lo que cuenta.

Tenemos dos grupos de escritores: de un lado podemos poner a los que no salieron de una vida gris (al menos en apariencia porque quiénes somos nosotros para juzgar) y sobre ella construyeron una gran obra y los que fueron grandes aventureros y dejaron testimonio por escrito de ello. Entre los primeros se me ocurren Emily Dickinson, Pessoa, Kafka y a tiempo parcial podría citar a Flannery O'Connor escribiendo aislada en su refugio mientras trataba de cuidar su salud y sobrellevar su enfermedad. En fin, tantos otros. Crearon grandísimas obras literarias sin que en apariencia el material experiencial de sus propias vidas fuera especialmente extraordinario. Del otro lado tenemos a la mayoría de escritores de viajes siguiendo la senda de Marco Polo, los narradores del mar como Conrad y a los que ejercen la vitalidad con saña como Hemingway. Por supuesto también a todos los malditos (de algún modo) que consiguen utilizar sus problemas como material para escribir, como la propia Lucia Berlin cuando utiliza su experiencia como alcoholica, Carver con el mismo problema,... En fin, aquí la clasificación es absurda: dejémoslo en «escritores con vidas apasionantes que sirven de semilla para construir historias». Y sí, también consiguieron dejarnos obras más que notables.

Todo el que escribe se ha enfrentado alguna vez a esa persona ilusionada que se te acerca y te dice eso de: «pues si te cuento mi vida tienes para un libro». También se ha enfrentado a sí mismo viviendo una experiencia y diciéndose: «si lo cuento no se lo cree nadie». Y ahí está el quid, la genialidad, la maravilla. Para contar algo hay que alcanzar una cierta distancia de ese algo, mirarlo desde fuera, analizarlo, doblegarlo y las experiencias propias se enganchan muy fuerte a nosotros mismos. A menudo resulta más fácil escribir de algo que no tenga ninguna implicación personal que de algo que nos duele. Y por otra parte, si no duele en absoluto no habrá historia, si la distancia es demasiado larga no hay interés alguno. Y voy más allá: la vida por sí misma no es literaria, no es verosímil en literatura, no interesa en literatura, no vale nada. Para convertir esa historia «con la que tienes para un libro» en un buen libro hay que tener un talento inmenso. El mismo, exactamente el mismo que hace falta para obtener literatura de una vida anodina. Es decir, mi tesis es que si no hay algo de verdad en la historia ésta no tendrá interés, no habrá magia. Pero mi tesis es también que da igual que la semilla sea grande o pequeña que lo que importa es el manejo que se haga de ello. Que tanta verdad y magia hay en la obra de los escritores aventureros que he citado antes como en la de los que no salieron de sus vidas más comunes.

¿Nos tiene que influir como lectores la biografía de un autor? Reconozco que las leo, trato de ubicarlos temporalmente y socialmente, intento entender sus puntos de partida y eso me ayuda a leer en otras capas de profundidad. Pero no puede servirnos para valorar la calidad de una obra, no lo creo. El libro debe hablar por sí mismo. Así lo pensó Elena Ferrante cuando publicó su tetralogía de las amigas. Es una lectura fascinante, con un grado de profundidad de análisis asombroso para tratar un tema tan complejo como una relación de amistad a lo largo de toda una vida (además de su lucidez para tratar la conciencia de clase, la evolución de los barrios deprimidos, etc.). Me era imposible abandonar la sensación de que aquello que leía tenía que ser realmente un diario, una crónica real de unos hechos reales. Su verosimilitud es tan fuerte que te engancha: todas esas profundas confidencias quedan a la luz y las comparten contigo.

Cuando un periodista decidió ignorar la voluntad de Ferrante de mantener su anonimato no hizo más que ponernos frente a la necesidad de elegir: la literatura o la vida. El relato de Ferrante no es ni más ni menos verosímil si lo que cuenta es real. No es ni mejor ni peor si lo que cuenta es real. No me importa en este caso conocer a la autora para ubicarla temporalmente o socialmente, porque la voz narradora se declara mujer, vive en los años cincuenta y sesenta y se ha criado en un barrio deprimido de Nápoles y esa voz narradora es la que habla. Se impone con tanta fuerza sobre el autor que no necesito saber nada más (cuanto más que se trata de respetar una decisión que no nos corresponde).

No sé si Hemingway hubiera escrito Adiós a las armas si no hubiera vivido la guerra en primera persona, pero sé que muchos la vivieron y no escribieron ni esa novela ni novela alguna. No sé si Lucia Berlin hubiera escrito sus cuentos si no hubiera tenido la vida que tuvo pero es que probablemente entonces habría sido otra Lucia Berlin y puede que hubiera escrito, pero otra cosa. Desligar la obra y el autor es un ejercicio de confianza en la palabra. No está mal recordarlo.

Pero yo no consigo nunca hacer afirmaciones completas (vivo con ello y así voy tirando) y me las he visto también con el conflicto de leer a un autor que ideológicamente me produce rechazo pero cuyo trabajo literario es magnífico: El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez, salpicado de ciertas fábulas que me llegan a parecer ofensivas en cuanto a lo que defienden pero cuyo material inspiró una película de corte ideológico justo del lado opuesto y que, quiero pensar, enamoró también a José Luis Cuerda por su dulzura y su delicadeza. ¿Qué hacemos con los escritores cuyas ideologías no compartimos? ¿Qué hacemos con los que no tuvieron vidas ejemplares? ¿Podemos desgajar su obra de ellos mismos? Pues no sé, cada uno lo podrá hacer en cierto grado. Y es que yendo más allá, ¿podemos separar el gusto de la calidad? Que bien que hay cosas que nos gustan a sabiendas de que no son muy buenas y cosas que sabemos maravillosas y que no nos mueven ni un cabello. Pero, a todo esto, ¿qué es la calidad literaria?... Ay, ay, ay. Eso mejor será que lo deje para otra ocasión. Como dijo Moustache: "esa es otra historia".