29 de septiembre de 2013

Fashion Victims


Ponerse las botas


Los funámbulos desaparecieron cuando la moda aquella de pasar el alambre con los cordones atados.

Fotografía de Javier Prieto.

27 de septiembre de 2013

Equivocarse de cuento


Alicia a través del sensor


«El gigante se escondió muy quieto, detrás del molino.»
María José Barrios

Alicia odiaba aquella sensación de estar en el cuento de otro. Pero es que, además, era aquel cuento impertinente, obstinado en incumplir todas las normas. Un hidalgo y su escudero se le habían cruzado en el maravilloso camino y le habían hablado del gigante. La narrativa imponía que apareciera más tarde. Pero allí estaba, en el más tarde y sólo veía un molino muy quieto a pesar de la zozobra de los árboles. Un molino tímido que quería pasar desapercibido. Una calma que –pensó Alicia– parecía ocultar algo o tener miedo.


Y sigo apalabrando fotografías de Javier Prieto :)

13 de septiembre de 2013

Memoria de pez




Otra vez habían vuelto aquellos pensamientos. Acababa de llegar a la tienda y se había sumergido en la fantasmal atmósfera que le acogía siempre por las mañanas. Los peces nadaban parsimoniosos en sus acuarios. Comprobó que todo estaba en orden, que las temperaturas eran las apropiadas, que los filtros funcionaban correctamente, revisó que no hubiera ninguna baja entre aquellos seres viscosos y volvió a sentir, como cada mañana, que aquella era su pecera y que los viandantes que al otro lado de los cristales parecían disfrutar de apasionantes y ajetreadas vidas, también le verían a él como si fuera un bicho exótico cualquiera.

Y en aquella rutina diaria, cuando estaba ordenando los albaranes de pienso para peces, flora acuática artificial y termómetros, le habían sobrevenido los malos pensamientos y se había sentido más pez que nunca cuando las espinas por dentro se le habían vuelto de hielo y se le habían clavado por todas partes. Deseó entonces no ser sólo un pez fingido, un humano abandonado a la costumbre del encierro. De ser un pez de verdad, disfrutaría de su proverbial falta de memoria y seguro que conseguiría ser mucho más feliz.

Guardó los papeles e intentó recomponerse cuando un hombre y una niña abrieron la puerta de la tienda haciendo sonar las campanitas que colgaban del techo. Interpretó una sonrisa y se dispuso a actuar como un servicial tendero. La niña comía de una bolsa de patatas y tenía las manos llenas de grasa y migajas. Paseaba sus manos pringosas por los cristales de los acuarios señalando un pez y otro y gritando “éste papá” cada vez. El padre apenas hablaba, no había dado los buenos días ni cruzado la mirada con el tendero, sólo negaba con la cabeza tristemente cada vez que su hija le requería. Tampoco hacía nada por que la niña dejara de ensuciar con desconsideración sus acuarios.

Recorrieron la tienda de arriba a abajo. Él se mantenía firme, sonriente, con las manos sobre el mostrador, en una misma postura, carraspeando a veces para hacer notar que seguía allí. Pero la burbuja en la que se movían padre e hija era impenetrable. Cuando los dos se marcharon de la tienda no dijeron adiós ni le miraron siquiera. Suspiró, sacó un trapo y un espray limpiacristales de debajo del mostrador y se lanzó pacientemente a recuperar el pulcro aspecto de los acuarios.

“Los pensamientos se han ido”, pensó y así los convocó de nuevo. Valoró lo irónico de intentar dejar de pensar en algo a consciencia. Intentó distraerse mirando unos guppys pero su paseo indiferente entre las aguas ni le interesó ni le relajó. A menudo se preguntaba qué llevaba a la gente a incorporar a su vida unas mascotas tan insulsas. Si él hubiera tenido que defender la utilidad de su propio trabajo no habría sabido dar argumentos.

¿Tendrían sueños los peces? Él nunca recordaba el contenido de sus sueños, así que suponía que sencillamente no soñaba. Sólo una vez disfrutó de uno que por bueno trataba de olvidar. Quizá evocando alguna película o alguna lectura de ciencia ficción, una vez soñó que era posible extirpar los pensamientos que no se quisieran conservar. “Despertar de un sueño es peor que no tener ninguno”, se dijo.

La deriva de sus pensamientos se había agravado desde el día anterior cuando recibió aquella llamada telefónica:

-”Pececito feliz”, dígame -¿Hola? Juan Antonio, soy yo Esperanza. -Mmm... Sí, dí. -Te llamo para comunicarte que mi hermana Marta ha fallecido. Pensé que quizá querrías saberlo. A las seis de la tarde es el funeral. A tus hijos les gustaría verte allí. Es apropiado, ¿no crees?

Colgó sin decir nada y los pensamientos se volvieron más fuertes que nunca, más atractivos, más inevitables.

Cada tanto algún pez se moría y había que retirarlos rápidamente. Revisaba las bajas al llegar por la mañana. Casi siempre se debían a algún fallo eléctrico que hubiera descompensado la temperatura de las aguas de los peces más delicados. Él procuraba no pensar demasiado sobre ello y deshacerse del animal lo antes posible: tomaba la redecilla, pescaba el cadáver flotante y lo tiraba al váter. Tenía que tirar unas diez veces de la cadena para sentirse seguro de que no volvería a aparecer flotando en el agua del inodoro. Aún así, cuando iba al baño miraba antes con aprensión.

Cuando el resultado de la limpieza le pareció aceptable intentó buscar una nueva actividad que le alejara de sus fastidiosos pensamientos. Providencialmente, una señora hizo sonar la campanilla en ese momento. Era tan gruesa que apenas podía atravesar la puerta. Solícito, se acercó a ayudarla pero ella le apartó con un gesto de la mano y sacudiendo la cabeza alejó cualquier comentario que pudieran hacer al respecto de su dificultad para entrar. Era realmente gorda. Él no podía dejar de mirar, fascinado, todas aquellas carnes intentando rebosar de la ropa. Ella se movía anadeando acercándose a una pecera y otra, mirando valorativa los peces.

-Ay, buenos días caballero -dijo resollando casi sin aliento-, que he entrado y no le he dicho nada. -No esperó respuesta y continuó- Estaba buscando un regalo para mi sobrino y no sé qué pez debería llevarme. -Pues dígame qué edad tiene su sobrino y quizá le pueda ayudar. ¿Tiene peces ya? -Tiene once. Años, digo, peces no tiene ninguno aún. Pero es un niño muy irresponsable y muy travieso. Su mamá y yo hemos pensado que quizá le vendría bien cuidar de algún animalito. Pero un perro o un gato parecen demasiado, que si luego no los cuida, se queda la madre con la obligación.. Un pez parece más fácil de cuidar, ¿no? -Bueno, tienen que tener el agua limpia y dosificarles la comida, nada más. Supongo que entonces le interesará mejor un pez de agua fría, quizá una pareja de carpas, con su acuario y algunas plantas acuáticas. El alimento... -Tampoco puedo gastar mucho dinero, ¿sabe? Algo sencillo, que no puedo hacer grandes dispendios. Es que la vida está carísima ahora, ¿sabe? Es salir y ver volar los euros como si nada.

La señora sudaba copiosamente y su piel tenía un aspecto viscoso. Él trato de imaginar cómo se verían desde el otro lado del cristal: ella con su rotunda presencia, él escuálido y encogido con ojos aterrados ante aquella locuaz mole humana.

-Esto... quizá una sola carpa, aunque conviene tener más de uno para que se hagan compañía... -¡Já! ¡Compañía dice! -el tono de voz de la señora era bastante más alto de lo que aquel reducido y silencioso espacio requería- Si podemos acostumbrarnos nosotros a la soledad, cómo no van a poder hacerlo estos bichejos. Póngame uno solo en una pecera pequeña y no se hable más.

En silencio se dirigió al acuario de las carpas con la pecera llena de agua en una mano y la redecilla en la otra. Pensó que ahora elegía una carpa para condenarla a muerte y ya imaginaba a un niño gordo con la nariz goteante de mocos asomarse a la pecera una vez para ignorar luego al animalito hasta la muerte. Escogió una que estaba un poco delgada y probablemente enferma y que moriría de todos modos.

Más tarde la señora se dirigió a la puerta derramando agua de la pecera en cada bamboleo de sus pasos. Observó, indiferente esta vez, su trasiego para conseguir salir por aquella puerta estrecha para ella y se sintió aliviado cuando volvió a encontrarse solo. Esta vez, a pesar incluso de sus pensamientos.

Los peces boqueaban y nadaban indiferentes. Al otro lado del cristal, la gente iba y venía, en el quiosco de la esquina, el quiosquero reordenaba por enésima vez los periódicos esperando clientes que no llegaban. Todo el mundo corría de un lado a otro, todos tenían algo que hacer. Probablemente más de una cosa. En la puerta del bar de enfrente se concentraban inmigrantes a la espera de que algún patrón fuera a buscarles para un trabajo puntual. A la izquierda, en la otra esquina, una pastelería francesa exhibía unos dulces demasiado hermosos para tener buen sabor. Más abajo, en la parada del autobús esperaban algunos usuarios aburridos.

Él no cerraba a mediodía, comería un sandwich sentado tras el mostrador y pasaría la tarde allí, hasta las siete, cuando volvería a la pensión cochambrosa y mísera en que vivía desde aquello. Una cena insípida rodeado de extraños con los que jamás cruzaba palabra para después dejarse arrebatar por el sueño en una cama cuyos muelles chirriaban tanto que había aprendido a dormir sin moverse para no despertarse con el ruido. Y al día siguiente, vuelta a su pecera particular: aquella tienda de poco éxito, que encima no era suya, contratado para mantener abiertas las puertas de un negocio que se iba apagando poco a poco y que no tenía ningún futuro. Pero los peores días siempre eran los domingos cuando no había cristales tras los que refugiarse y debía administrar una libertad que no tenía en qué emplear. A veces se imaginaba como un ratón atrapado en el laberinto de un científico. De ser así, él se estaría pasando la vida tocando una y otra vez la palanca de la descarga eléctrica, sin voluntad para buscar la de la comida.

Su existencia fuera de la tienda tendía a no existir, a disolverse, a nublarse. Sólo tras los cristales de su escaparate, tras aquella barrera, se sentía lo suficientemente seguro como para recordar, para acumular vivencias en su mente que revivir a su antojo una y otra vez, construyendo un gran recuerdo constante de minutos idénticos unos a los otros. Los clientes se fusionaban en su mente convirtiéndose en un único e impertinente cliente que le atiborraba a preguntas, que manchaba los cristales, que le hacía sacar peces de sus acuarios para luego decidirse a último momento a no llevárselos. Pero él seguía allí. Ellos iban y venían fastidiosos y cargantes, pero él estaba a salvo tras su cristal de escaparate, observando al quiosquero, a los negros de la puerta del bar, a las solteronas que compraban pastas francesas, a los de la parada del autobús que, con su mera presencia, le permitían saber qué hora era sin mirar reloj alguno. Aquellas vidas eran para él un espectáculo ameno que le distraía sobre quién estaba encerrado en realidad. “Quizá mis peces piensan lo mismo de mí y me observan y creen que soy yo el que está atrapado al otro lado del cristal, y se ríen por lo bajo y al boquear lanzan invisibles carcajadas al agua”.

Un grupo de muchachos entró de sopetón en la tienda, a voces, con aire pendenciero, llenos de piercings, tatuajes, ropa falsamente envejecida y los pelos puntiagudos. “Este es un interesante banco de peces predadores”, pensó. Y luego atendió a que no destrozaran nada pues sus risas nerviosas, su ir y venir y los palos que llevaban algunos ya le hacían ponerse nervioso.

-Tranquilo viejo, dijo uno cuando le pidió que no golpeara con los nudillos los cristales de los acuarios. ¿Qué es eso de que los peces sufren estrés? Anda la ostia, que vayan a un psicólogo. - Se marcharon riendo la gracia pero sin haber hecho destrozos.

Sacó por rutina la escoba y repasó el suelo impoluto, pasó el trapo por el cristal del escaparate y fue devanando el tiempo torpemente hasta la hora de comer. Cogió su sandwich de debajo del mostrador, lo desenvolvió despacio y comió sin hambre el pan con queso que se había preparado aquella mañana. Luego, dobló cuidadosamente el papel de plata para reaprovecharlo aún un par de veces más. Miró hacia la calle que ahora estaba más tranquila: estarán comiendo en familia o con los compañeros de trabajo. Intentó controlar la deriva de sus pensamientos. Su vida era como un lavabo al que se le quita el tapón: el agua se revolvía arrastrándole hacia el agujero al que no quería llegar.

Abrió por cualquier parte el catálogo de acuarios y se puso a leer concienzudamente las características de cada pecera, sus dimensiones, el grosor del cristal, la transparencia, el agua que podía contener, si se le podían instalar filtros, termostatos, … Una aburridísima lectura que cumplía con el objetivo de no dejar sitio en su mente para nada más.

Hasta las seis media estuvo solo en la tienda y por la acera exterior apenas pasaron uno o dos transeúntes. La probabilidad de que alguien entrara en la tienda aumentaba justo antes de la hora de cierre y a mediodía cuando estaba comiendo. En esta ocasión, el que había entrado en la tienda con decisión, adueñándose de todo el espacio, mirándolo todo enjuiciando la limpieza, la disposición y hasta la cantidad de luz, era el verdadero propietario. Llevaba un fino bigote cuidadosamente recortado en el labio superior, a los lados colgaban unas mejillas flácidas que le daban un aspecto perruno.

-¿Qué hay? -ladró. -Pues bueno, pocos clientes pero manteniéndonos como siempre. -Bueno, esto no puede seguir así, ya te lo advertí. Este negocio no puede seguir en pérdidas ni un día más. -dijo mientras fingía ojear un catálogo. -Esto... bueno, señor... sabe que no puedo hacer nada, así son los tiempos... -¡Exacto! -dijo soltando el catálogo con un golpe en la mesa- Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir y me alegra que lo tenga tan claro. Así que no me demoro más en lo que venía a decirle: a fin de mes cierro la tienda. Pasaron unos segundos hasta que acertó a musitar: -¿Cómo señor? ¿Y yo? ¿Qué va a ser de mí? -Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir, usted lo ha dicho. Seguro que hay más mares por ahí para peces como usted -Esperó unos segundos por si llegaban las réplicas que había imaginado y esperado, pero ante el silencio que se había instalado entre ellos, le lanzó una mirada de desprecio que contradecía sus últimas palabras y se fue de la tienda sin más, como si todo estuviera dicho.

Al salir abrió la puerta furia. Ésta golpeó con fuerza unos listones de aluminio que estaban mal apoyados en la pared. Cayeron al suelo arrastrando un saco de pienso que asomaba de un estante alto y el saco empujó una pecera que asomaba de su balda. Los peces se dispersaron por el suelo entre trozos de cristal y copos de pienso. Coleteaban en el suelo ahogándose en la falta de agua. Él se los quedó mirando unos instantes y luego los recogió cortándose los dedos con los trozos de pecera.

El día del cierre fue un día cualquiera más. Había colgado carteles de liquidación en el escaparate, pero eso no había atraído más clientela y los habitantes de la tienda seguían flotando ignorantes de que su destino era incierto y probablemente nefasto. El dueño no había revelado qué pensaba hacer con el local pero ni la curiosidad despertaba en él una mínima tentación de mirar al futuro. Al día siguiente ya no tendría ingresos ni modo de pagar alojamiento y comida. No sabía qué iba a hacer, él que no sabía hacer nada y que a fuerza de pasar sus días en aquella húmeda tienda y ver la vida a través de un escaparate había dejado de sentirse como un ser humano. Su futuro era tan incierto como el de aquellos bichejos acuáticos.

No pudo comer el sandwich envuelto en arrugado papel de plata, en lugar de eso lo deshizo en migas que fue repartiendo por los acuarios en una especie de comunión de perdedores.

No entró ni un sólo cliente en la tienda en todo el día como para confirmar que aquel negocio era innecesario y estéril, que nadie quería un pez en su vida. Todos preferían a los perros y los gatos. La gente tenía mascotas para recibir cariño y un pez sólo está ahí, como una lámpara o un mueble, demostrando apenas que está vivo. Sus pensamientos estaban más desbocados que nunca y él intentaba nadar alejándose de ellos, consciente de estar condenado a rodearlos mientras viviera.

El dueño no se presentó allí aquel día, no fue a cerrar ni dio lugar a ceremonia alguna. Él bajó la persiana como un día cualquiera sabiendo que no se engañaba: era el último. Permaneció un momento en el interior, en la penumbra de los fluorescentes de los acuarios de peces tropicales., mirando aquel lugar como si lo viera por primera vez, sorprendido de su indiferencia ante todo. Cerró la puerta de atrás y se fue a la calle.

Sin embargo, enseguida entró de nuevo y en un último arrebato inane y hastiado, fue metiendo uno tras otro cada pez en una gran pecera enorme, todos juntos a pesar de sus distintas necesidades, todos mezclados como si realmente hubiera un mar que pudiera acogerlos a todos. Dejó la pecera en el mostrador y echó un chorreón de lejía en el agua, generosamente.

9 de septiembre de 2013

(In)decisión




Y un buen día decides quedarte en la cama. Ya te había apetecido muchas veces antes, pero al fin has reunido las fuerzas -o la falta de ellas- suficientes para atrincherarte.

Cuenta a tu favor el que tu mujer se marcha antes que tú al trabajo y que de los niños se encarga la señora que habéis contratado. Abajo suena el trajín del pastoreo: las sacudidas a la vajilla del desayuno; el corretear de pies sin zapatos, luego con ellos; leves quejidos y protestas y algunas amonestaciones por lo bajo; la puerta cerrada con la violencia inconsciente de la infancia.

La señora que se encarga de tus hijos se acerca a la habitación antes de marcharse, más obligada por la convención social que por una verdadera preocupación. Y ahí tienes la primera batalla de la guerra, el primer enemigo de la postración al que hay que abatir. Cuando golpea con suaves toques la puerta y con impostada voz pregunta si le pasa algo al señor, si se encuentra mal, sientes que te han lanzado una granada al centro mismo de tu determinación y que ésta se tambalea al destaparse un tanto el absurdo. Intentan debilitarte. No, estoy bien, sólo que he dormido mal y hoy llegaré tarde. La señora se marcha sin más una vez satisfecho el protocolo, sin verdadero interés en tus motivos. Quizá por eso mismo es más vil aún la derrota. Has sido incapaz de declarar tus verdaderas razones, no has podido defender tu verdad y has recurrido a la cobarde mentira. Quizá no hayas sido vencido del todo, pero las armas que has utilizado vuelven mezquina la batalla y emborronan cualquier posible victoria. Te queda el mal sabor de boca de los tramposos.

Sabes que dispones ahora de una larga jornada de soledad y te animas a dedicarla a apuntalar tu determinación y a acumular, poniendo en ello todas tus energías, los argumentos necesarios para convencerte de que la verdad debe prevalecer, de que sólo hay un motivo para tu acción: hoy has decidido quedarte en la cama.

Al poco la pierna izquierda empieza a adormecerse incongruentemente más que el resto de tu cuerpo. Te molesta. Y descubres que las felices horas que te prometías en soledad en el trono de tu libre albedrío van a resultar menos cómodas de lo que pensabas. Tienes al enemigo en casa, en tu cuerpo en realidad y al poco de descubrir su primer golpe bajo, te ataca con el siguiente a modo de lumbalgia aguijoneándote la espalda. Pero tu determinación es grande y no vas a ceder tan fácilmente. ¿Por qué nadie ha llamado aún de la oficina preguntando por ti? ¿Es que eres tan prescindible en realidad?

Das vueltas y sacudes la almohada esperando encontrar una postura en la que la incomodidad y el dolor encuentren más difícil manifestarse. Te convences de que no hay nada malo en conciliar el sueño y ganarle horas a tu desafío, y de nuevo te vuelve ese mal sabor. Finalmente, boca abajo, con la cabeza girada al lado izquierdo y los brazos hacia delante, descubres un cierto alivio a tu desazón. Pero estás totalmente despejado y despierto y el sueño no llega. Te sientes ultrajado por la indiferencia de tus compañeros de trabajo, por la de tu jefe al que hoy tenías que rendir cuentas y que no las ha echado de menos. Y tú que habías estado echándolas de más con tanta fuerza, pesando en ti la responsabilidad como una carga inverosímil que te hubieran asignado injustamente. El Sísifo de la oficina, maltrecha víctima de los dioses y nadie se acuerda de ti.

Te entretienes pensando que en realidad han llamado a tu mujer, te recreas imaginándola preocupada por tu estado y ya te parece escuchar el teléfono que no piensas descolgar. O mejor aún, escuchas ya las sirenas de policía y bomberos apostados a tu puerta. Los niños que en el colegio son sacados del aula para ser llevados al despacho del director, ¿pasa algo señorita?, todo va a ir bien, es vuestro padre. Cuánto regocijo hay en ti al imaginar los helicópteros sobrevolando la casa, soliviantando al vecindario. La noticia correría rápido. Los pocos que se quedan en casa por las mañanas llaman raudos, movidos por el miedo y el morbo a partes iguales, a sus maridos y esposas para avisarles de que en el número siete ha debido de pasar algo, que ha venido la policía, los bomberos y hasta la prensa. Que van a salir a averiguar más y te vuelvo a llamar cariño.

Hay un cordón policial, siempre lo hay, manteniendo a la muchedumbre a una distancia prudencial del peligro. Las unidades móviles y la prensa intentan traspasar los límites y un reportero sensacionalista, famoso conquistador de noticias estrella, es pillado al grabar a través de la ventana del comedor. La policía se lo lleva esposado.

Aporrean la puerta. No debes ceder ante la curiosidad, ni tan siquiera valorando ahora como lo haces la posibilidad de que sea un vecino alertando de un incendio que está arrasando el barrio. Tienes que permanecer en la cama, al cobijo de tu destino de hoy, haciendo honor a tu heroica osadía. Suenan varios golpes y luego el silencio. Afinas el olfato y no hueles a quemado, acaso un cierto tufo a habitación cerrada. Entonces sientes el dolor punzante de tu vejiga.

No habías contado con tu traicionero cuerpo, das vueltas y más vueltas tratando de sobreponerte a las debilidades de tu humanidad. Intentando no pensar en agua imaginas las llamas que ya lamen el porche, las mangueras de los bomberos intentando aplacar el fuego. Los vecinos aseguraron que habían desalojado todas las casas, nunca había nadie por las mañanas en el número siete, quién iba a pensar que ese día, pobre hombre.

Giras y giras y los muelles del colchón empiezan a protestar poco acostumbrados a la acción últimamente. No hay tiempo: el trabajo, las obligaciones domésticas, la vida familiar, la vida social, los niños... todo es prioritario en una lista infinita que nunca llega al último punto. Te duele la espalda.

Es curioso el silencio en la casa, casi todos están en sus trabajos por la mañana y apenas se acumula cierto trajín de limpieza, algún coche extraviado, el jardinero de la casa de al lado repitiendo con sus tijeras su mantra de poda y ahora con la manguera, el agua que refresca el césped. Otra vez el dolor de la vejiga y convienes que tendrás que controlar la deriva de tus pensamientos.

Retomas el hilo que antes te produjo placer y ya imaginas a la policía echando la puerta abajo, como en las películas, alerta con la pistola en alto justo a la vuelta de todas las esquinas. Dispuestos a disparar ante cualquier movimiento. Van subiendo las escaleras y van a llegar a la habitación. Te preguntas qué te convendría hacer en ese momento y suena el teléfono.

En la mesita, justo a tu alcance, hay un terminal. Podrías cogerlo y ver la identificación de llamada, pero rebajarías demasiado tus condiciones. Debe de ser de la oficina, donde al fin descubrieron que no estás. Claro, habrán esperado un tiempo prudencial por si es que se te ha estropeado el coche o ha enfermado alguno de tus hijos. No, no vas a cogerlo y en cuanto te decides, el teléfono enmudece.

Cuando la policía entre en la habitación lo más conveniente será que te encuentren fuera de la cama, en el suelo, en una postura inverosímil, inconsciente o aún mejor, muerto. Pero eso sería traicionar de nuevo tus principios pues la razón por la que permaneces en inactividad no es un infarto o un violento asesinato, es una decisión tomada desde el sereno ejercicio de tu libre albedrío.

Hacerte el dormido estaría bien. Te despertarían temerosos con un pequeño toque en el hombro, abrumados por la duda de si están ante un cadáver. Y tu remolonearías fingiendo un lento regreso desde los brazos de Morfeo, sacudiéndote el sueño despacio, demorándote en tu victoria. Fingirías sorpresa y te incorporarías en la cama atónito ante las noticias del despliegue que ha provocado tu ausencia del mundo. Sonreirías, no, sólo fue que hoy decidí quedarme en la cama. Y los policías se mirarían entre ellos intentando entender algo.

El dolor de espalda empieza a ser insoportable y aún más las ganas de orinar. Recuerdas que tu mujer suele tener un vaso de agua en su mesita. Valoras si desplazarte a su lado de la cama para alcanzar el otro lado puede violar las reglas de tu autoimpuesta reclusión y te concedes a regañadientes que en el amor y en la guerra todo vale y que se trata de un caso de extrema necesidad. Reptas bajo las sábanas disfrutando el frescor del lado desocupado. Alargas la mano y coges el vaso. Queda un poco de agua aún, la bebes, sabedor de que necesitarás esas reservas dentro de poco y desahogas tu vejiga en el vaso, feliz y aliviado. Ahora no sabes qué hacer. Piensas que lo mejor es dejarlo en el suelo junto a la cama. Un policía tropieza con un vaso lleno de un extraño líquido que estaba junto a la cama. Mejor debajo, piensas y alargas el brazo cuanto puedes sin perder tu posición sobre el colchón para dejarlo lo más adentro posible. Tu mano reaparece llena de pelusas.

Estás más relajado y piensas que ahora podrás conciliar el sueño, pero tu móvil ha empezado a sonar insistentemente. Alguien llama y cuelga, llama y cuelga. Imaginas a tu mujer al borde de las lágrimas, histérica como corresponde a la situación, intentando averiguar tu paradero después de que tu jefe la haya llamado desde la oficina hecho una furia y ella no lograra localizarte en casa.

Barajaría primero la hipótesis de que te hubiera pasado algo con el coche y te imaginaría tirado en una vulnerable cuneta. O quizá pensaría en un secuestro y estaría esperando ya la llamada pidiendo el rescate. Quizá recordara luego aquella vez que te quedaste encerrado accidentalmente en el sótano e imaginaría entonces, intentando convencerse de ello, que no, que sólo te habría pasado cualquier cosa de esas que te hacen reír más tarde. Te compadeces tanto de ella que a punto estás de claudicar y levantarte para coger el teléfono que está en la cómoda. No, no puedes ceder o habrás perdido para siempre.

Entrecierras los ojos y los pálpitos de tu dolor lumbar se confunden con las llamadas de teléfono, con los golpes de la policía derrumbando la puerta, con las hélices de los helicópteros girando en el aire.

Un ruido, te despiertas. Alguien ha entrado en casa. A través de las cortinas corridas ya no se cuela ni una pizca de luz. Finalmente te has quedado dormido sin darte cuenta y no has podido disfrutar de tus últimas horas de soledad, no has terminado de planificar tus defensas, de cavar las trincheras, colocar las trampas, apostar a los francotiradores. Estás indefenso y vas a tener que improvisar en la peores batallas de tu guerra.

Tu mujer abre la puerta, no va vestida de policía, se acerca a la cama sin tropezar con nada y te planta una fría mano en la frente:

-Cariño, ¿estás bien? No has ido a trabajar, ¿no? Tu jefe me ha llamado. ¿Por qué no me dijiste nada esta mañana? ¿Qué te notas? No parece que tengas fiebre. ¡Qué mal huele esta habitación!

Descorre las cortinas y abre las ventanas dejando que el aire fresco invada el cuarto.

-Me duele la espalda -eso es cierto- y no me encontraba en condiciones de ir a trabajar -eso quizá también sea verdad-.

-Debes de tener un virus, está todo el mundo igual últimamente. Venga levántate y date una ducha mientras te preparo un caldo. Luego te tomas un analgésico y a la cama, verás como mañana estás como nuevo.

Ves los coches de policía yéndose calle abajo, la multitud que se dispersa, los periodistas recogiendo las cámaras y montándose en sus furgonetas, los vecinos que cierran las ventanas y encienden los televisores, puedes escuchar su sinfonía del absurdo como ruido de fondo. Los helicópteros se alejan volando despacio, tristes, y entonces tú te levantas.

6 de septiembre de 2013

Daría mi brazo derecho




Cuando dije que daría mi brazo derecho por conseguir la plaza de administrativo en el ayuntamiento no pensaba que la providencia se lo tomaría tan al pie de la letra. Pero será mejor empezar por el principio.

Estaba por aquel entonces en el paro, mi último jefe me había despedido después de que me negara a seguir haciendo horas extra como una loca. Y es que tenía que negarme: no tenía vida personal, estaba cansada de una forma que no se recupera durmiendo, abotargada, confusa, convertida en una sombra de mí misma incapaz de reír y mis amigos ya me venían diciendo que debía cambiar de trabajo. Las cosas se precipitaron cuando un día mi jefe me cogió de especial mal humor y me exigió justo a las tres que me quedara hasta las nueve.

̶  ¿Se cree que me puede decir esto justo ahora que salgo para comer? ¿Es que piensa que yo no tengo más vida, más planes que estar aquí currando? ¿Es que yo no puedo organizar nada en mi vida que no acabe chafado por este trabajo de mierda?

Y nada, al día siguiente al llegar a mi mesa, tenía la carta de despido. Aún seguimos a vueltas con que si era procedente que si no. Ahí andamos.

El caso es que viéndome así y al pasar un par de meses yendo de una entrevista a otra y sin conseguir otro empleo, Marcos, mi pareja, me recomendó que estudiara unas oposiciones. Había unas para administrativo en el ayuntamiento y me las preparé. Tres meses de no dormir apenas y hartarme de estudiar y nada, al final no aprobé y le dieron la plaza a un cuñado de no sé quién.

Qué lloreras, qué malos ratos. El paro que se acababa, yo sin trabajo. ¿Cómo íbamos a apañárnoslas con las facturas? ¿Qué iba a hacer si no encontraba nada? Vamos, que me comía la incertidumbre y claro, es una frase hecha esa: «daría mi brazo derecho por conseguir la plaza». Y uno la dice sin pensar que está diciendo, sin pensar que cuando los dioses quieren castigarnos cumplen nuestros deseos.

El cuñado de no sé quién consiguió algo mejor en la capital y la plaza se quedó libre. Llamaron al siguiente en la lista de aprobados y resultó que había emigrado a Irlanda y que ya se quedaba allí. El siguiente tenía plaza en otro ayuntamiento. Y me llamaron a mí, que me quedé enganchada al teléfono un rato, conmocionada, sobrepasada, feliz, eufórica, dudando si había pensado que respondía que sí o si realmente lo había dicho.

Y mi primer día de trabajo. Sonriente de oreja a oreja, presentándome a los compañeros. Ocupando mi nueva mesa, probando la silla que me acogería a partir de entonces siete horas diarias durante los trescientos sesenta y cinco días del año menos los veinticuatro de vacaciones, ocho de asuntos propios y fines de semana.

Y tecleaba feliz uno de mis primeros informes cuando mi mano derecha empezó a demostrar ese criterio propio con el que me viene torturando. Que yo quería escribir «consuetudinario» y me salía «cisentudoaro», que si quería escribir «saludos cordiales» y acababa por poner «samudis cordanes». Vamos un desastre. Y yo pensé que eran los nervios del primer día, que el café estaba demasiado cargado aquella mañana, pero, qué va, el problema no remitía.

En el coche quería meter cuarta y la mano decidía que segunda. Cuando quería coger las llaves del piso no había forma de convencer a mi mano que parecía decidida a que nos quedáramos en la calle. Marcos me abrió y el pobre se llevó una bofetada. Qué podía hacer yo si mi mano ya no respondía a mi voluntad, si se había establecido por cuenta ajena. Pobre Marcos que creyó que me estaba volviendo loca y quizá lo crea aún un poco, pero está más tranquilo, porque yo estoy bien, es mi mano la que no atiende a razones.

Le hablo a mi mano, le explico, le digo que hagamos las paces. Y luego siempre recuerdo mi sentencia «daría mi brazo derecho por conseguir la plaza». Que casi que preferiría yo volverme al paro y a la incertidumbre. Bueno, no, en realidad no, estoy aprendiendo a convivir con esto, malamente pero aprendiendo. Hemos establecido un pacto de no agresión y ella no importuna si yo no la molesto. He aprendido poco a poco a hacer todas las cosas con la mano izquierda y a ignorarla. Ella hace su vida y mientras estoy en el despacho se dedica a juguetear con los bolígrafos, a hacer pelotillas de papel y encestarlas en la papelera, a retorcer el alambre de los clips. Al menos se vuelve comedida cuando hay gente delante, que le tengo dicho que si yo me quedo sin trabajo, me muero de hambre y a ver qué hace ella sin mí.

Pero es que a veces se vuelve rebelde y se pasa de la raya. Y si no a ver cómo ha sido lo de que mi nuevo jefe me pidiera un informe y el brazo se me alargara hasta justo enfrente de su cara y yo asistiera atónita al despliegue desafiante de mi dedo corazón. Que yo le he explicado que tengo un problema con mi mano, pero no me cree. Es que me van a expedientar como no consiga controlarla un poco.

Y he probado a inmovilizarla con vendas pero se dedica a golpearme hasta que la suelto. He tratado de agarrarla entre las rodillas pero me pellizca y tengo que acabar por soltarla.

Vamos, que no hago carrera de ella y no podemos seguir así. Y si dije aquello y resulta que hay que pagar, pues habrá que hacerse a la idea y a lo hecho pecho. No quiero ni pensar qué podría haber pasado si hubiera lanzado un desafío aún peor.

Y por todo esto que le cuento, doctor, es por lo que quiero que me amputen el brazo. Y usted dice que eso es que tengo una lesión cerebral pero ya ve que no la encuentra. Que le digo yo que todo esto es por lo de la plaza del ayuntamiento. Y si no, con la falta que me hace que usted le dé el visto bueno a la operación, a cuento de qué iba a estar yo golpeándole con el cenicero.

3 de septiembre de 2013

Rakotis




En su “Deipnosophistae”, Ateneo de Naúcratis dejó escrito, en alusión al Museo y la Gran Biblioteca de Alejandría: “¿Para qué referirse a los libros, al establecimiento de las bibliotecas y las colecciones en el Museo, cuando están en la memoria de todo hombre?”. Los historiadores entendieron que su testimonio prefería laudar las riquezas de Ptolomeo II y el número y poderío de sus flotas navales, pero nosotros sabemos que esta conclusión es totalmente errónea.

Nuestro nombre es Demetrio de Falero, nacimos en el año doscientos setenta y cinco antes de Cristo, según vuestro calendario gregoriano, y, según esta forma vuestra de contar el tiempo, hace más de dos mil años que debimos entregar el cuerpo y el alma a los dioses. Sin embargo, fueron estos en su infinita misericordia, los que nos concedieron las vidas necesarias para llevar a cabo nuestra misión. Así, continuamos en este mundo trabajando para cumplir nuestro destino. Por desgracia, hemos demostrado no ser dignos depositarios de la fe de los dioses. Nuestra incapacidad y torpeza amenaza lo que durante siglos llevamos construyendo. Quizá el fin se acerca como castigo. Si finalmente fracasamos, la humanidad estará abocada inevitablemente a la oscuridad y la ignorancia.

Los dioses anuncian el próximo fin de nuestro tiempo, pero no podemos abandonar este mundo a su suerte sin dejar la verdad dispuesta sobre el papel, incólume y poderosa, con la esperanza de que otros continúen nuestra misión. No nos mueve a este acto vanidad ni orgullo alguno, sólo el deseo de preservar nuestro tesoro. Escribimos hoy a la manera de entonces: nosotros mismos cultivamos y preparamos el papiro sobre el que abandonamos estas palabras, huérfanas de nosotros. El cilindro de madera sobre el que se enrolla, lo obtuvimos en un mercado clandestino en la antigua Tiro; alojaba un papiro de la época del faraón Jufu. Sólo el cilindro es auténtico. La tinta diluida en mirra se desliza por el cálamo que sujetan nuestros temerosos dedos, sabedores de estar interviniendo, desde el amor pero no por ello con menos riesgo, en el orden que marcan los dioses para nuestro mundo.

Mi primer yo empezó a trabajar como aprendiz en la Gran Biblioteca de Alejandría años antes del inicio del reinado de Ptolomeo II, gran patrón de las artes y las ciencias que daría a la biblioteca y a nuestra amada ciudad el lugar que le pertenecía. Nuestro maestro bibliotecario, ya por entonces entre los principales, nos enseñó bien: nos transmitió el amor por los libros y el saber y nos dio el conocimiento necesario para su clasificación y conservación. Además, aprendimos de su carisma y bondad los rasgos que dotan a un carácter de la capacidad necesaria para dirigir a los hombres en cualquier gesta. Todo se lo debemos a él y, sin embargo, ni siquiera podemos ya recordar su nombre. El tiempo ha emborronado casi todo recuerdo personal y poco queda ya de aquellos días. Sólo atesoramos como falsas memorias lo que de la Gran Biblioteca se habla en los libros. Sólo recordamos del maestro el conocimiento que nos brindó, nada más.

A la muerte de nuestro maestro, justo el año en que Ptolomeo II inicio su reinado, nos llamaron a ocupar su puesto como bibliotecario principal. Entonces, nos prometimos a nosotros mismos luchar para que los fondos de la biblioteca llegasen a acumular todo el saber del mundo occidental conocido, para que fueran depositarios de todo el conocimiento que el hombre había conquistado durante siglos desde el intelecto y la razón. Así, logramos para nuestra sagrada institución por ejemplo, algo insólito sólo años antes, la traducción al griego de los cinco volúmenes del texto hebreo de la Torá, llamada por vosotros la Biblia de los Setenta, por ser ese el número de los traductores que se emplearon en la tarea.

Sin embargo, pronto nuestros viajes y la ampliación progresiva de nuestro conocimiento, nos hicieron creer que no eran las copias, sino los originales, los que tenían valor para los hombres. Creíamos defender el valor histórico, el valor sentimental de la tinta llevada por las manos de los conquistadores de las ideas al papiro. Esta errada idolatría hacia el fetiche que contenía el saber, sólo es justificable por la ignorancia de nuestra juventud. Y digo juventud puesto que, aunque rondábamos ya la edad a la que los hombres de nuestro tiempo abandonaban este mundo, aún nos favorecerían los dioses con la longevidad necesaria para comprender que el verdadero tesoro se encuentra en el contenido de las palabras y no en su receptáculo.

Por aquel entonces, y aún a fin de satisfacer esta necesidad de posesión de los volúmenes originales, convencimos a los atenienses, en uno de nuestros múltiples viajes a Grecia y gracias a nuestra buena reputación entre ellos, de que era conveniente que enviasen a Alejandría los manuscritos de Esquilo para que pudieran ser copiados. Ofrecimos una elevada suma como fianza por los textos, pero una vez que los manuscritos estuvieron en manos de nuestros copistas, bajo nuestra custodia en las salas de la Gran Biblioteca, convencimos, víctimas de aquella estupidez, a Ptolomeo Filadelfo, nuestro faraón, hijo de nuestro benefactor Ptolomeo II, de que bien valía perder aquella suma a cambio del incalculable valor de aquellas obras. Fue idea de Ptolomeo, y no nuestra, devolver las copias a los helenos; y es que los dioses ya insistían, forzando nuestra mísera razón a comprender, en la verdadera naturaleza de nuestra misión. Porque si la auténtica fuente del saber se encontraba en las palabras, contenidas en los rollos que se apilaban en nuestros armarios, no eran estos sino aquellas las que había que conservar por encima de todo, incluso de nuestras vidas.



Pero los hombres somos testarudos y no entendemos la revelación divina más que en raras ocasiones o cuando, en situaciones muy extremas, nos asomamos al final de nuestros días y comprendemos triste e inútilmente qué debimos haber hecho y no hicimos. Ocurrió por aquel entonces que Julio César vino a Egipto en persecución de Pompeyo tras la ruptura del triunvirato y el desencadenamiento de la guerra civil. Y si bien su objetivo era dar a muerte a Pompeyo, al descubrir cómo la protección que su yerno y antiguo amigo había rogado a Ptolomeo XIII, había sido respondida con la traición del eunuco Potino y su muerte, César sintió que el ultraje al que se había sometido a aquel al que hubiera querido matar él mismo, concernía, de repente, a toda Roma. Aportó entonces sus fuerzas a la hermana del rey, Cleopatra, que luchaba por el trono, cambiando así una guerra por otra. En plena batalla en las costas de nuestra hermosa Alejandría, teas incendiarias fueron arrojadas por orden de César contra la flota egipcia amarrada aún en el puerto, cebándose el fuego en la ciudad, extendiéndose como lenguas de maldición sobre ella y alcanzando fatalmente nuestra biblioteca.

Corrimos los hermanos bibliotecarios a cargar baldes de agua desde la fuente a las puertas del Serapeo para apaciguar las llamas que ya devoraban los secos volúmenes y se extendían rabiosas. Devoraban sin piedad el saber de los hombres, aumentando el poder del reino del caos del que provienen. Los más ancianos se recluyeron dentro del templo, más seguro en el interior de la ciudad, no sin acarrear consigo cuantos rollos podían sus cansados miembros. Llorábamos, como si con nuestras lágrimas quisiéramos aumentar la humedad salvadora, de rabia e impotencia, al ver cómo la ignorancia de un puñado de hombres podía acabar tan fácilmente con la obra de los mejores, de aquellos bendecidos por los dioses con la capacidad para alumbrar nuestros destinos con sabiduría. Habíamos empezado a trabajar ordenadamente, pero pronto el dolor, la frustración y el miedo, nos hicieron desbaratarnos en un caótico ir y venir, intentando salvar los volúmenes y las vidas a un tiempo.

Pocos recuerdos me quedan de mis vidas, pero el momento de la revelación es un nacimiento que ningún hombre olvida porque marca el inicio de su verdadera existencia y el cumplimiento del destino que los dioses le tienen reservado. En pleno fragor del incendio, acabamos en una de las salas de los copistas. Ningún hermano luchaba allí contra el fuego y, en su soledad, éste avanzaba implacable hacia los libros. No sé qué torpeza nos hizo cometer la rabia, pero, de pronto, nos vimos envueltos por las llamas que cubrían ambas puertas de la sala. No sabíamos cómo podríamos escapar de la muerte en aquellas circunstancias y encomendamos nuestra alma a los dioses, rogándole a Serapis, como último deseo, que nuestra amada ciudad no cayera pasto de las llamas.

Nos encontraron en un armario, casi ahogados por el humo. Milagrosamente, vivos aún. Sólo los cuidados de nuestros hermanos nos devolvieron al mundo de los vivos, pero del otro lado trajimos la revelación y nuestro destino. Si el objeto de nuestro trabajo era salvaguardar el contenido de las obras y estas se prestaban tan fácilmente a la destrucción y el saqueo, lo que debíamos hacer era memorizarlas, atesorarlas en nuestras mentes. Varios hombres por obra asegurarían su pervivencia a pesar de todo. Tendrían que acabar con los hermanos, que podrían llegar a contarse por miles, si trabajábamos con ahínco, para destruir el conocimiento que protegíamos. Así, los bibliotecarios nos convertimos en receptáculos y verdaderos custodios del saber sin que nuestro secreto traspasara jamás nuestra comunidad.

En aquel incendio se quemaron cuarenta mil volúmenes de los cuatrocientos mil con que entonces contaba la biblioteca. Y poco a poco nosotros mismos fuimos destruyendo los depósitos que quedaban. Para obligar a la memorización, para evitar, por orgullo quizá, la destrucción por manos menos respetuosas y para dotar a nuestra misión de su verdadero sentido, íbamos quemando lo que ya recordábamos. Los hermanos fueron enviados por el mundo destinados a proteger sus memorias. Poco espacio quedó en ellas para sus vidas personales. Poco recordamos nosotros mismos de nuestras propias vidas, pues ocupan nuestra mente varios volúmenes perdidos para vosotros. Poco porque, en esta longevidad que nos concedieron los dioses, el olvido sólo ha tenido misericordia con lo que ellos nos ordenaron custodiar.

Como para confirmar nuestra revelación y hacer más fuerte nuestra fe en la misión que nos había sido encomendada, la destrucción se ensañó con nuestra amada ciudad: la Guerra de Kitos; la Guerra Bucólica; la rebelión de los usurpadores Avidio Casio y Pesceni Níger; el brutal saqueo que ordenó Caracalla; la destrucción de Valeriano, de Zenobia y Aureliano; todo conquistador coronaba su victoria con la aniquilación de nuestros volúmenes, ignorantes de que muchos eran ya pergaminos en blanco o con galimatías que no valían nada.

También murieron hermanos. El Serapeo se convirtió en nuestra vivienda, donde nos refugiábamos para orar y tratar de convocar el favor de los dioses para que nuestra ciudad siguiera adelante. Y cuentan las crónicas que muchos de nosotros emigramos cobardemente a Bizancio huyendo de la muerte, sin saber que eran nuestros enviados al mundo para salvaguardar la cultura de occidente.

Alejandría cayó en el doscientos noventa y siete antes de Cristo, tras el asedio de ocho meses al que nos sometieron las tropas de Diocleciano que, finalmente, tomaron y saquearon lo poco que quedaba de nuestra amada ciudad. Ordenó Diocleciano quemar los libros relacionados con la alquimia y las ciencias herméticas y esto acabó con la mayoría de los fondos de nuestra biblioteca al arrojar, nosotros mismos, los rollos en blanco que temíamos descubrieran.

Nuestra amada ciudad pareció rebelarse inútilmente contra su aciago destino y se cuentan por veintitrés los terremotos que sacudieron a nuestros enemigos instalados en la ciudad durante los siguientes diez siglos. Nunca recuperaría su esplendor y gloria, pero, nosotros, los hermanos, hemos preservado para el mundo lo más valioso que sus muros escondían.

Tras la caída de la ciudad, como señuelo, algunos hermanos mantuvieron la actividad en la pequeña biblioteca del Serapeo. Defensores de nuestra misión, cayeron mártires cuando el emperador Teodosio el Grande a petición del patriarca cristiano de Alejandría, envió un decreto de prohibición contra el paganismo. Las revueltas se sucedieron hasta que el templo de Serapis fue asaltado por una turba en la que se mezclaban cristianos y pobres ignorantes a partes iguales, que imaginaban, quizá, que nuestro famoso tesoro consistiría en oro y joyas y que encontraron, tan sólo, papel y palabras que no podían descifrar.

Vuestros historiadores se extrañan de que, aún habiendo caído el Serapeo en el siglo V, el historiador hispanorromano Paulo Orosio diera cuenta un siglo después de que el saqueo de los armarios del Serapeo se hiciera por hombres de su tiempo y que, también, el filósofo alejandrino Ammnoio de Hermia llegara a describir en pleno siglo VI la biblioteca como si aún quedara en pie y declarara que custodiaba entonces dos copias de “Las Categorías” de Aristóteles. Y dudáis, a causa de estos testimonios, de que realmente se destruyeran los libros y la biblioteca, sin comprender que lo que siempre se salvó fue el contenido y que estos hombres, simplemente, coligieron la existencia de nuestra hermandad.

Algunos escritores de vuestro tiempo fabularon también en torno a la existencia de nuestra sociedad secreta. No hay verdad en el mundo que permanezca oculta a la imaginación de los hombres. En vuestros modernos libros se cuentan a menudo historias sobre una memoria colectiva que salvaguarda algún tesoro del conocimiento.

Sólo nosotros de entre nuestros hermanos, fuimos tocados con el don de la longevidad. Durante siglos hemos velado por la continuidad de la orden, por la sustitución de cada hermano, por el mantenimiento de la regla de establecer varios custodios para cada obra, pero en estos últimos siglos nos ha sido muy costoso encontrar fieles a nuestra misión. Ateneo de Naúcratis sufriría hoy la decepción de encontrar una exigua memoria de nuestros libros y nuestra amada biblioteca. Vuestro tiempo y vuestros hombres reniegan de un conocimiento que creéis superado e innecesario. Habéis basado vuestra civilización en lo poco que quedó materialmente de la nuestra, en las copias indignas de los romanos y en la errada, por humana, labor de los cronistas. No nos dieron los dioses a conocer el momento en que el saber que recordamos debía ser cedido a los hombres. A la vista está que aún no han llegado a pisar la tierra aquellos incapaces de sentir el ansia de destrucción que provoca el saber inaprensible.

Nuestro tiempo toca a su fin y así lo sienten nuestros huesos. Los pocos hermanos que quedan conservarán en sus memorias parte del saber que aún hemos conseguido rescatar del fluir de los siglos. Tendrán que elegir un líder que les ayude a organizarse en el futuro. Sospechamos que nos queda poco tiempo y no alcanzamos a entender, y quizá sea desafiar a los dioses intentar hacerlo, cuál es el objeto de nuestra misión, si los que nos la ordenaron permiten, finalmente, que nuestras memorias se diluyan en el vacío, como las de los demás hombres.

Quiera Serapis proteger la biblioteca de Alejandría más allá de nuestra muerte. Si es magnánimo y así conviene a sus designios, sobrevivirán un tiempo en vuestro mundo todas las obras del filósofo Aristóteles, veinte versiones de la “Odisea”, “La esfera y el movimiento” de Autólico de Pitano, “Los Elementos” de Hipócrates de Quíos, las noventa obras que desconocéis de Sófocles, los tres volúmenes de la “Historia del Mundo” de Beroso... Si no, acabarán uniéndose, ellas también, a la vasta suma de lo olvidado.