19 de agosto de 2013

Los hipocondríacos también enferman


Lo peor de la hipocondría es la soledad. Los demás acaban por desentenderse de ti y, una vez que te han encasillado en tu aprensión, pasan a ignorar todas tus quejas. Pero hoy redacto estas líneas para dejar por escrito que lo mío no es una vulgar obsesión.

Era una persona normal hasta hace unos años, pero todo cambió a raíz de la muerte de mi perro. El pobre animalito se me fue en los brazos de un tumor en el pulmón que lo dejó sin aire poco a poco. Fue una experiencia traumática que superé sólo en apariencia. Al anochecer no podía dejar de recordar su lucha por respirar y me parecía que empezaba a faltarme el aire a mí también. Dilataba las aletas de la nariz, separaba los labios y se me quedaba el aire a medio camino en la garganta mientras mis nervios se crispaban. Estas noches infernales me persiguieron durante meses y no hubo médico capaz de dar con la raíz del problema.

A partir de entonces, me volví obsesivo con la idea de la muerte y empecé a padecer de esa atención enfermiza a uno mismo que caracteriza a todos los hipocondriacos. Si me daba dolor en el pecho, estaba seguro de estar al borde del infarto; si era la cabeza, un tumor o una embolia; si tosía, tuberculosis; y así todo. Leía cualquier libro o artículo médico que caía en mis manos y visitaba foros de internet haciendo la carrera paralela de medicina en la que nos acabamos licenciando los que padecemos esta fijación.

Estaba yo casi estrenando mis padecimientos imaginarios cuando a mi vecino tuvieron que operarle una hernia inguinal. Practicaba este vecino mío el culturismo y se pavoneaba en el gimnasio y fuera de él de su fortaleza extrema. Quizá por su misma vanidad, provocó que unos compañeros decidieran gastarle la broma de cambiar los suplementos de la barra de pesas y mi vecino, para que su imaginada reputación no se viera disminuida, hizo todo el esfuerzo necesario para levantar una y otra vez aquella carga. Volvió del gimnasio a su casa sin dar muestra alguna de cansancio, decepcionando así a los bromistas. Pero cuando cruzó el portal del bloque, se derrumbó y empezó a retorcerse de tal manera que medio barrio se arremolinó en la puerta. Alguien llamó a una ambulancia, lo llevaron inmediatamente al hospital y luego supimos que lo operaban de urgencia de una hernia impresionante. Entre saber de su operación y que me empezara a doler de forma insoportable la ingle, mediaron sólo unas horas. Y esta no sería más que la ordinaria historia de un aprensivo si no fuera porque, a los pocos días, tuvieron que llevarme a mí también, aullando de dolor, a cerrarme de urgencia mi correspondiente hernia.

Todos atribuyeron a la casualidad y la mala suerte la coincidencia. Venían las vecinas a visitarnos por orden de antigüedad: primero a mi vecino y luego a mí, obsequiándonos con todo tipo de postres caseros. Y claro, no hay mejor circunstancia para recitar un rosario de tragedias familiares que en la visita a un enfermo. Por suerte, solía ser mi madre la principal receptora de la excesivamente sugerente conversación, pero un día, fatalmente, María, la del cuarto derecha, comentó en mi presencia que su hijo estaba en cama con una otitis dolorosísima que le había producido la poca higiene de la piscina comunitaria. Desde el día siguiente mi madre me administraba gotas para los oídos cada ocho horas.

En el ínterin, yo seguía a vueltas con mis obsesiones y entre que me tiraban los puntos en la ingle y el dolor de los oídos se me reflejaba por todas partes, ahora en las muelas, ahora en las sienes, me daba ya casi por muerto e imaginaba a mi pobre madre sollozando tras el féretro en un lucido cortejo fúnebre. Además, solamente yo me daba cuenta de la relación causa efecto entre el saber y el padecer. Y como una cosa es ser un obsesivo y otra un insensato, no me atrevía a compartir con nadie mis miedos, con lo que aún se hacían mayores en el efecto bola de nieve tan trabajado de mi cabeza. Así, que cada vez que alguien nombraba una enfermedad, buscaba cualquier excusa para cambiar bruscamente de tema. Supongo que para muchos acabé pareciendo una persona fría que no quería saber nada del dolor ajeno, pero cómo explicar que corría un gran riesgo y que no podía, ni mucho menos, cargar con el de todo el mundo.

A menudo, sin embargo, me era inevitable saber de enfermedades ajenas que pronto se convertían en propias: tuvieron que operar a mi madre de un pie y mi cojera duró varios meses más que la suya. Otra temporada anduve a base de pastillas porque un compañero de trabajo estuvo de baja por ansiedad. Mi médico -dios lo tenga en su gloria- falleció de una pulmonía mal curada y yo la superé de milagro. Llevaba ya un tiempo libre de tragedias cuando al panadero le dio un infarto y me tuvieron que hacer un doble baipás. Y es que hasta con Chari, la del bajo izquierda, cuando tuvo los gemelos, estuve yo compartiendo dolores de parto.

Guardo como prueba de que no estoy loco, todos los certificados médicos que dan fe de que todo esto que cuento es rigurosamente cierto, al menos en sus efectos. De las causas pretendo dar testimonio en este escrito. Como podrá comprender cualquiera, mi vida se ha convertido en un verdadero suplicio y si no, párese a pensar el lector en cuántas enfermedades se comentan en los pasillos, en los cafés o en la cola del supermercado y será consciente de lo que tengo que sufrir en mi día a día.

Habrá quien piense que me hubiera bastado con esperar un poco para acabar por irme al otro barrio y dejar de soportar este suplicio pero, dentro de mi situación, doy muestras de una sorprendente resistencia. Me temo que si esto sigue su curso, mi vida no dejará de ser la tortura en la que se ha convertido y que llegaría a morir de viejo por muy lastimoso que quedara mi cadáver.

He decidido cortar por lo sano y suministrarme una dosis letal. Sirva esta carta de despedida y justificación para las conciencias de los que se quedan. Tuve una vida feliz, al menos hasta que se desencadenó mi desgracia, y nada tengo que reprochar a los que me rodean, ni siquiera su ingenua locuacidad sobre ciertos temas, al fin y al cabo, qué podían saber de sus consecuencias. Al término de esta carta me dirigiré a la Facultad de Medicina. Allí me quedaré escuchando cuantas clases sea necesario hasta que logre mi bien merecido descanso.

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