9 de septiembre de 2013

(In)decisión




Y un buen día decides quedarte en la cama. Ya te había apetecido muchas veces antes, pero al fin has reunido las fuerzas -o la falta de ellas- suficientes para atrincherarte.

Cuenta a tu favor el que tu mujer se marcha antes que tú al trabajo y que de los niños se encarga la señora que habéis contratado. Abajo suena el trajín del pastoreo: las sacudidas a la vajilla del desayuno; el corretear de pies sin zapatos, luego con ellos; leves quejidos y protestas y algunas amonestaciones por lo bajo; la puerta cerrada con la violencia inconsciente de la infancia.

La señora que se encarga de tus hijos se acerca a la habitación antes de marcharse, más obligada por la convención social que por una verdadera preocupación. Y ahí tienes la primera batalla de la guerra, el primer enemigo de la postración al que hay que abatir. Cuando golpea con suaves toques la puerta y con impostada voz pregunta si le pasa algo al señor, si se encuentra mal, sientes que te han lanzado una granada al centro mismo de tu determinación y que ésta se tambalea al destaparse un tanto el absurdo. Intentan debilitarte. No, estoy bien, sólo que he dormido mal y hoy llegaré tarde. La señora se marcha sin más una vez satisfecho el protocolo, sin verdadero interés en tus motivos. Quizá por eso mismo es más vil aún la derrota. Has sido incapaz de declarar tus verdaderas razones, no has podido defender tu verdad y has recurrido a la cobarde mentira. Quizá no hayas sido vencido del todo, pero las armas que has utilizado vuelven mezquina la batalla y emborronan cualquier posible victoria. Te queda el mal sabor de boca de los tramposos.

Sabes que dispones ahora de una larga jornada de soledad y te animas a dedicarla a apuntalar tu determinación y a acumular, poniendo en ello todas tus energías, los argumentos necesarios para convencerte de que la verdad debe prevalecer, de que sólo hay un motivo para tu acción: hoy has decidido quedarte en la cama.

Al poco la pierna izquierda empieza a adormecerse incongruentemente más que el resto de tu cuerpo. Te molesta. Y descubres que las felices horas que te prometías en soledad en el trono de tu libre albedrío van a resultar menos cómodas de lo que pensabas. Tienes al enemigo en casa, en tu cuerpo en realidad y al poco de descubrir su primer golpe bajo, te ataca con el siguiente a modo de lumbalgia aguijoneándote la espalda. Pero tu determinación es grande y no vas a ceder tan fácilmente. ¿Por qué nadie ha llamado aún de la oficina preguntando por ti? ¿Es que eres tan prescindible en realidad?

Das vueltas y sacudes la almohada esperando encontrar una postura en la que la incomodidad y el dolor encuentren más difícil manifestarse. Te convences de que no hay nada malo en conciliar el sueño y ganarle horas a tu desafío, y de nuevo te vuelve ese mal sabor. Finalmente, boca abajo, con la cabeza girada al lado izquierdo y los brazos hacia delante, descubres un cierto alivio a tu desazón. Pero estás totalmente despejado y despierto y el sueño no llega. Te sientes ultrajado por la indiferencia de tus compañeros de trabajo, por la de tu jefe al que hoy tenías que rendir cuentas y que no las ha echado de menos. Y tú que habías estado echándolas de más con tanta fuerza, pesando en ti la responsabilidad como una carga inverosímil que te hubieran asignado injustamente. El Sísifo de la oficina, maltrecha víctima de los dioses y nadie se acuerda de ti.

Te entretienes pensando que en realidad han llamado a tu mujer, te recreas imaginándola preocupada por tu estado y ya te parece escuchar el teléfono que no piensas descolgar. O mejor aún, escuchas ya las sirenas de policía y bomberos apostados a tu puerta. Los niños que en el colegio son sacados del aula para ser llevados al despacho del director, ¿pasa algo señorita?, todo va a ir bien, es vuestro padre. Cuánto regocijo hay en ti al imaginar los helicópteros sobrevolando la casa, soliviantando al vecindario. La noticia correría rápido. Los pocos que se quedan en casa por las mañanas llaman raudos, movidos por el miedo y el morbo a partes iguales, a sus maridos y esposas para avisarles de que en el número siete ha debido de pasar algo, que ha venido la policía, los bomberos y hasta la prensa. Que van a salir a averiguar más y te vuelvo a llamar cariño.

Hay un cordón policial, siempre lo hay, manteniendo a la muchedumbre a una distancia prudencial del peligro. Las unidades móviles y la prensa intentan traspasar los límites y un reportero sensacionalista, famoso conquistador de noticias estrella, es pillado al grabar a través de la ventana del comedor. La policía se lo lleva esposado.

Aporrean la puerta. No debes ceder ante la curiosidad, ni tan siquiera valorando ahora como lo haces la posibilidad de que sea un vecino alertando de un incendio que está arrasando el barrio. Tienes que permanecer en la cama, al cobijo de tu destino de hoy, haciendo honor a tu heroica osadía. Suenan varios golpes y luego el silencio. Afinas el olfato y no hueles a quemado, acaso un cierto tufo a habitación cerrada. Entonces sientes el dolor punzante de tu vejiga.

No habías contado con tu traicionero cuerpo, das vueltas y más vueltas tratando de sobreponerte a las debilidades de tu humanidad. Intentando no pensar en agua imaginas las llamas que ya lamen el porche, las mangueras de los bomberos intentando aplacar el fuego. Los vecinos aseguraron que habían desalojado todas las casas, nunca había nadie por las mañanas en el número siete, quién iba a pensar que ese día, pobre hombre.

Giras y giras y los muelles del colchón empiezan a protestar poco acostumbrados a la acción últimamente. No hay tiempo: el trabajo, las obligaciones domésticas, la vida familiar, la vida social, los niños... todo es prioritario en una lista infinita que nunca llega al último punto. Te duele la espalda.

Es curioso el silencio en la casa, casi todos están en sus trabajos por la mañana y apenas se acumula cierto trajín de limpieza, algún coche extraviado, el jardinero de la casa de al lado repitiendo con sus tijeras su mantra de poda y ahora con la manguera, el agua que refresca el césped. Otra vez el dolor de la vejiga y convienes que tendrás que controlar la deriva de tus pensamientos.

Retomas el hilo que antes te produjo placer y ya imaginas a la policía echando la puerta abajo, como en las películas, alerta con la pistola en alto justo a la vuelta de todas las esquinas. Dispuestos a disparar ante cualquier movimiento. Van subiendo las escaleras y van a llegar a la habitación. Te preguntas qué te convendría hacer en ese momento y suena el teléfono.

En la mesita, justo a tu alcance, hay un terminal. Podrías cogerlo y ver la identificación de llamada, pero rebajarías demasiado tus condiciones. Debe de ser de la oficina, donde al fin descubrieron que no estás. Claro, habrán esperado un tiempo prudencial por si es que se te ha estropeado el coche o ha enfermado alguno de tus hijos. No, no vas a cogerlo y en cuanto te decides, el teléfono enmudece.

Cuando la policía entre en la habitación lo más conveniente será que te encuentren fuera de la cama, en el suelo, en una postura inverosímil, inconsciente o aún mejor, muerto. Pero eso sería traicionar de nuevo tus principios pues la razón por la que permaneces en inactividad no es un infarto o un violento asesinato, es una decisión tomada desde el sereno ejercicio de tu libre albedrío.

Hacerte el dormido estaría bien. Te despertarían temerosos con un pequeño toque en el hombro, abrumados por la duda de si están ante un cadáver. Y tu remolonearías fingiendo un lento regreso desde los brazos de Morfeo, sacudiéndote el sueño despacio, demorándote en tu victoria. Fingirías sorpresa y te incorporarías en la cama atónito ante las noticias del despliegue que ha provocado tu ausencia del mundo. Sonreirías, no, sólo fue que hoy decidí quedarme en la cama. Y los policías se mirarían entre ellos intentando entender algo.

El dolor de espalda empieza a ser insoportable y aún más las ganas de orinar. Recuerdas que tu mujer suele tener un vaso de agua en su mesita. Valoras si desplazarte a su lado de la cama para alcanzar el otro lado puede violar las reglas de tu autoimpuesta reclusión y te concedes a regañadientes que en el amor y en la guerra todo vale y que se trata de un caso de extrema necesidad. Reptas bajo las sábanas disfrutando el frescor del lado desocupado. Alargas la mano y coges el vaso. Queda un poco de agua aún, la bebes, sabedor de que necesitarás esas reservas dentro de poco y desahogas tu vejiga en el vaso, feliz y aliviado. Ahora no sabes qué hacer. Piensas que lo mejor es dejarlo en el suelo junto a la cama. Un policía tropieza con un vaso lleno de un extraño líquido que estaba junto a la cama. Mejor debajo, piensas y alargas el brazo cuanto puedes sin perder tu posición sobre el colchón para dejarlo lo más adentro posible. Tu mano reaparece llena de pelusas.

Estás más relajado y piensas que ahora podrás conciliar el sueño, pero tu móvil ha empezado a sonar insistentemente. Alguien llama y cuelga, llama y cuelga. Imaginas a tu mujer al borde de las lágrimas, histérica como corresponde a la situación, intentando averiguar tu paradero después de que tu jefe la haya llamado desde la oficina hecho una furia y ella no lograra localizarte en casa.

Barajaría primero la hipótesis de que te hubiera pasado algo con el coche y te imaginaría tirado en una vulnerable cuneta. O quizá pensaría en un secuestro y estaría esperando ya la llamada pidiendo el rescate. Quizá recordara luego aquella vez que te quedaste encerrado accidentalmente en el sótano e imaginaría entonces, intentando convencerse de ello, que no, que sólo te habría pasado cualquier cosa de esas que te hacen reír más tarde. Te compadeces tanto de ella que a punto estás de claudicar y levantarte para coger el teléfono que está en la cómoda. No, no puedes ceder o habrás perdido para siempre.

Entrecierras los ojos y los pálpitos de tu dolor lumbar se confunden con las llamadas de teléfono, con los golpes de la policía derrumbando la puerta, con las hélices de los helicópteros girando en el aire.

Un ruido, te despiertas. Alguien ha entrado en casa. A través de las cortinas corridas ya no se cuela ni una pizca de luz. Finalmente te has quedado dormido sin darte cuenta y no has podido disfrutar de tus últimas horas de soledad, no has terminado de planificar tus defensas, de cavar las trincheras, colocar las trampas, apostar a los francotiradores. Estás indefenso y vas a tener que improvisar en la peores batallas de tu guerra.

Tu mujer abre la puerta, no va vestida de policía, se acerca a la cama sin tropezar con nada y te planta una fría mano en la frente:

-Cariño, ¿estás bien? No has ido a trabajar, ¿no? Tu jefe me ha llamado. ¿Por qué no me dijiste nada esta mañana? ¿Qué te notas? No parece que tengas fiebre. ¡Qué mal huele esta habitación!

Descorre las cortinas y abre las ventanas dejando que el aire fresco invada el cuarto.

-Me duele la espalda -eso es cierto- y no me encontraba en condiciones de ir a trabajar -eso quizá también sea verdad-.

-Debes de tener un virus, está todo el mundo igual últimamente. Venga levántate y date una ducha mientras te preparo un caldo. Luego te tomas un analgésico y a la cama, verás como mañana estás como nuevo.

Ves los coches de policía yéndose calle abajo, la multitud que se dispersa, los periodistas recogiendo las cámaras y montándose en sus furgonetas, los vecinos que cierran las ventanas y encienden los televisores, puedes escuchar su sinfonía del absurdo como ruido de fondo. Los helicópteros se alejan volando despacio, tristes, y entonces tú te levantas.

7 comentarios:

rosa_desastre dijo...

Brillante crónica de la lucha entre el deber y el deseo, sublime exposición de lo cotidiano separado por la línea inconstante de la realidad.
¡eres una monstuaaaaaaa!

Rosita Fraguel dijo...

Gracias amiga. Me ves con buenos ojos :)

Un besazo

Gema López dijo...

Yo lo que leo es un vago egocéntrico con ganas de llamar la atención por puro egoísmo o bien porque esté falto de cariño. Por otra parte, quién no ha tenido un día en el que piensas hoy me gustaría quedarme en la cama hasta que pasara un día más... ;) Me ha encantado leer el final y ver que se esfumaban todas sus musarañas :)

Rosita Fraguel dijo...

Gema, conclusión de tu comentario: que todos somos alguna vez vagos egocéntricos con ganas de llamar la atención por puro egoísmo o falta de cariño, ¿no? :P

Y no te confundas que las musarañas (éstas en concreto) son de mi personaje, no mías :)

MUACK!

Gema López dijo...

Totalmente de acuerdo con tu conclusión :)

Pedro Sánchez Negreira dijo...

Nos regalas un personaje, Rosita, con el que todos -en un momento dado- podemos sentirnos identificados. ¿Vago egocéntrico? ¿Quién no lo es todo, al menos en una pizca?

Gran trabajo.

Un abrazo.

Rosita Fraguel dijo...

Uy, Pedro, "¿Quién no lo es todo, al menos en una pizca?" ¡Me encanta!