13 de septiembre de 2013

Memoria de pez




Otra vez habían vuelto aquellos pensamientos. Acababa de llegar a la tienda y se había sumergido en la fantasmal atmósfera que le acogía siempre por las mañanas. Los peces nadaban parsimoniosos en sus acuarios. Comprobó que todo estaba en orden, que las temperaturas eran las apropiadas, que los filtros funcionaban correctamente, revisó que no hubiera ninguna baja entre aquellos seres viscosos y volvió a sentir, como cada mañana, que aquella era su pecera y que los viandantes que al otro lado de los cristales parecían disfrutar de apasionantes y ajetreadas vidas, también le verían a él como si fuera un bicho exótico cualquiera.

Y en aquella rutina diaria, cuando estaba ordenando los albaranes de pienso para peces, flora acuática artificial y termómetros, le habían sobrevenido los malos pensamientos y se había sentido más pez que nunca cuando las espinas por dentro se le habían vuelto de hielo y se le habían clavado por todas partes. Deseó entonces no ser sólo un pez fingido, un humano abandonado a la costumbre del encierro. De ser un pez de verdad, disfrutaría de su proverbial falta de memoria y seguro que conseguiría ser mucho más feliz.

Guardó los papeles e intentó recomponerse cuando un hombre y una niña abrieron la puerta de la tienda haciendo sonar las campanitas que colgaban del techo. Interpretó una sonrisa y se dispuso a actuar como un servicial tendero. La niña comía de una bolsa de patatas y tenía las manos llenas de grasa y migajas. Paseaba sus manos pringosas por los cristales de los acuarios señalando un pez y otro y gritando “éste papá” cada vez. El padre apenas hablaba, no había dado los buenos días ni cruzado la mirada con el tendero, sólo negaba con la cabeza tristemente cada vez que su hija le requería. Tampoco hacía nada por que la niña dejara de ensuciar con desconsideración sus acuarios.

Recorrieron la tienda de arriba a abajo. Él se mantenía firme, sonriente, con las manos sobre el mostrador, en una misma postura, carraspeando a veces para hacer notar que seguía allí. Pero la burbuja en la que se movían padre e hija era impenetrable. Cuando los dos se marcharon de la tienda no dijeron adiós ni le miraron siquiera. Suspiró, sacó un trapo y un espray limpiacristales de debajo del mostrador y se lanzó pacientemente a recuperar el pulcro aspecto de los acuarios.

“Los pensamientos se han ido”, pensó y así los convocó de nuevo. Valoró lo irónico de intentar dejar de pensar en algo a consciencia. Intentó distraerse mirando unos guppys pero su paseo indiferente entre las aguas ni le interesó ni le relajó. A menudo se preguntaba qué llevaba a la gente a incorporar a su vida unas mascotas tan insulsas. Si él hubiera tenido que defender la utilidad de su propio trabajo no habría sabido dar argumentos.

¿Tendrían sueños los peces? Él nunca recordaba el contenido de sus sueños, así que suponía que sencillamente no soñaba. Sólo una vez disfrutó de uno que por bueno trataba de olvidar. Quizá evocando alguna película o alguna lectura de ciencia ficción, una vez soñó que era posible extirpar los pensamientos que no se quisieran conservar. “Despertar de un sueño es peor que no tener ninguno”, se dijo.

La deriva de sus pensamientos se había agravado desde el día anterior cuando recibió aquella llamada telefónica:

-”Pececito feliz”, dígame -¿Hola? Juan Antonio, soy yo Esperanza. -Mmm... Sí, dí. -Te llamo para comunicarte que mi hermana Marta ha fallecido. Pensé que quizá querrías saberlo. A las seis de la tarde es el funeral. A tus hijos les gustaría verte allí. Es apropiado, ¿no crees?

Colgó sin decir nada y los pensamientos se volvieron más fuertes que nunca, más atractivos, más inevitables.

Cada tanto algún pez se moría y había que retirarlos rápidamente. Revisaba las bajas al llegar por la mañana. Casi siempre se debían a algún fallo eléctrico que hubiera descompensado la temperatura de las aguas de los peces más delicados. Él procuraba no pensar demasiado sobre ello y deshacerse del animal lo antes posible: tomaba la redecilla, pescaba el cadáver flotante y lo tiraba al váter. Tenía que tirar unas diez veces de la cadena para sentirse seguro de que no volvería a aparecer flotando en el agua del inodoro. Aún así, cuando iba al baño miraba antes con aprensión.

Cuando el resultado de la limpieza le pareció aceptable intentó buscar una nueva actividad que le alejara de sus fastidiosos pensamientos. Providencialmente, una señora hizo sonar la campanilla en ese momento. Era tan gruesa que apenas podía atravesar la puerta. Solícito, se acercó a ayudarla pero ella le apartó con un gesto de la mano y sacudiendo la cabeza alejó cualquier comentario que pudieran hacer al respecto de su dificultad para entrar. Era realmente gorda. Él no podía dejar de mirar, fascinado, todas aquellas carnes intentando rebosar de la ropa. Ella se movía anadeando acercándose a una pecera y otra, mirando valorativa los peces.

-Ay, buenos días caballero -dijo resollando casi sin aliento-, que he entrado y no le he dicho nada. -No esperó respuesta y continuó- Estaba buscando un regalo para mi sobrino y no sé qué pez debería llevarme. -Pues dígame qué edad tiene su sobrino y quizá le pueda ayudar. ¿Tiene peces ya? -Tiene once. Años, digo, peces no tiene ninguno aún. Pero es un niño muy irresponsable y muy travieso. Su mamá y yo hemos pensado que quizá le vendría bien cuidar de algún animalito. Pero un perro o un gato parecen demasiado, que si luego no los cuida, se queda la madre con la obligación.. Un pez parece más fácil de cuidar, ¿no? -Bueno, tienen que tener el agua limpia y dosificarles la comida, nada más. Supongo que entonces le interesará mejor un pez de agua fría, quizá una pareja de carpas, con su acuario y algunas plantas acuáticas. El alimento... -Tampoco puedo gastar mucho dinero, ¿sabe? Algo sencillo, que no puedo hacer grandes dispendios. Es que la vida está carísima ahora, ¿sabe? Es salir y ver volar los euros como si nada.

La señora sudaba copiosamente y su piel tenía un aspecto viscoso. Él trato de imaginar cómo se verían desde el otro lado del cristal: ella con su rotunda presencia, él escuálido y encogido con ojos aterrados ante aquella locuaz mole humana.

-Esto... quizá una sola carpa, aunque conviene tener más de uno para que se hagan compañía... -¡Já! ¡Compañía dice! -el tono de voz de la señora era bastante más alto de lo que aquel reducido y silencioso espacio requería- Si podemos acostumbrarnos nosotros a la soledad, cómo no van a poder hacerlo estos bichejos. Póngame uno solo en una pecera pequeña y no se hable más.

En silencio se dirigió al acuario de las carpas con la pecera llena de agua en una mano y la redecilla en la otra. Pensó que ahora elegía una carpa para condenarla a muerte y ya imaginaba a un niño gordo con la nariz goteante de mocos asomarse a la pecera una vez para ignorar luego al animalito hasta la muerte. Escogió una que estaba un poco delgada y probablemente enferma y que moriría de todos modos.

Más tarde la señora se dirigió a la puerta derramando agua de la pecera en cada bamboleo de sus pasos. Observó, indiferente esta vez, su trasiego para conseguir salir por aquella puerta estrecha para ella y se sintió aliviado cuando volvió a encontrarse solo. Esta vez, a pesar incluso de sus pensamientos.

Los peces boqueaban y nadaban indiferentes. Al otro lado del cristal, la gente iba y venía, en el quiosco de la esquina, el quiosquero reordenaba por enésima vez los periódicos esperando clientes que no llegaban. Todo el mundo corría de un lado a otro, todos tenían algo que hacer. Probablemente más de una cosa. En la puerta del bar de enfrente se concentraban inmigrantes a la espera de que algún patrón fuera a buscarles para un trabajo puntual. A la izquierda, en la otra esquina, una pastelería francesa exhibía unos dulces demasiado hermosos para tener buen sabor. Más abajo, en la parada del autobús esperaban algunos usuarios aburridos.

Él no cerraba a mediodía, comería un sandwich sentado tras el mostrador y pasaría la tarde allí, hasta las siete, cuando volvería a la pensión cochambrosa y mísera en que vivía desde aquello. Una cena insípida rodeado de extraños con los que jamás cruzaba palabra para después dejarse arrebatar por el sueño en una cama cuyos muelles chirriaban tanto que había aprendido a dormir sin moverse para no despertarse con el ruido. Y al día siguiente, vuelta a su pecera particular: aquella tienda de poco éxito, que encima no era suya, contratado para mantener abiertas las puertas de un negocio que se iba apagando poco a poco y que no tenía ningún futuro. Pero los peores días siempre eran los domingos cuando no había cristales tras los que refugiarse y debía administrar una libertad que no tenía en qué emplear. A veces se imaginaba como un ratón atrapado en el laberinto de un científico. De ser así, él se estaría pasando la vida tocando una y otra vez la palanca de la descarga eléctrica, sin voluntad para buscar la de la comida.

Su existencia fuera de la tienda tendía a no existir, a disolverse, a nublarse. Sólo tras los cristales de su escaparate, tras aquella barrera, se sentía lo suficientemente seguro como para recordar, para acumular vivencias en su mente que revivir a su antojo una y otra vez, construyendo un gran recuerdo constante de minutos idénticos unos a los otros. Los clientes se fusionaban en su mente convirtiéndose en un único e impertinente cliente que le atiborraba a preguntas, que manchaba los cristales, que le hacía sacar peces de sus acuarios para luego decidirse a último momento a no llevárselos. Pero él seguía allí. Ellos iban y venían fastidiosos y cargantes, pero él estaba a salvo tras su cristal de escaparate, observando al quiosquero, a los negros de la puerta del bar, a las solteronas que compraban pastas francesas, a los de la parada del autobús que, con su mera presencia, le permitían saber qué hora era sin mirar reloj alguno. Aquellas vidas eran para él un espectáculo ameno que le distraía sobre quién estaba encerrado en realidad. “Quizá mis peces piensan lo mismo de mí y me observan y creen que soy yo el que está atrapado al otro lado del cristal, y se ríen por lo bajo y al boquear lanzan invisibles carcajadas al agua”.

Un grupo de muchachos entró de sopetón en la tienda, a voces, con aire pendenciero, llenos de piercings, tatuajes, ropa falsamente envejecida y los pelos puntiagudos. “Este es un interesante banco de peces predadores”, pensó. Y luego atendió a que no destrozaran nada pues sus risas nerviosas, su ir y venir y los palos que llevaban algunos ya le hacían ponerse nervioso.

-Tranquilo viejo, dijo uno cuando le pidió que no golpeara con los nudillos los cristales de los acuarios. ¿Qué es eso de que los peces sufren estrés? Anda la ostia, que vayan a un psicólogo. - Se marcharon riendo la gracia pero sin haber hecho destrozos.

Sacó por rutina la escoba y repasó el suelo impoluto, pasó el trapo por el cristal del escaparate y fue devanando el tiempo torpemente hasta la hora de comer. Cogió su sandwich de debajo del mostrador, lo desenvolvió despacio y comió sin hambre el pan con queso que se había preparado aquella mañana. Luego, dobló cuidadosamente el papel de plata para reaprovecharlo aún un par de veces más. Miró hacia la calle que ahora estaba más tranquila: estarán comiendo en familia o con los compañeros de trabajo. Intentó controlar la deriva de sus pensamientos. Su vida era como un lavabo al que se le quita el tapón: el agua se revolvía arrastrándole hacia el agujero al que no quería llegar.

Abrió por cualquier parte el catálogo de acuarios y se puso a leer concienzudamente las características de cada pecera, sus dimensiones, el grosor del cristal, la transparencia, el agua que podía contener, si se le podían instalar filtros, termostatos, … Una aburridísima lectura que cumplía con el objetivo de no dejar sitio en su mente para nada más.

Hasta las seis media estuvo solo en la tienda y por la acera exterior apenas pasaron uno o dos transeúntes. La probabilidad de que alguien entrara en la tienda aumentaba justo antes de la hora de cierre y a mediodía cuando estaba comiendo. En esta ocasión, el que había entrado en la tienda con decisión, adueñándose de todo el espacio, mirándolo todo enjuiciando la limpieza, la disposición y hasta la cantidad de luz, era el verdadero propietario. Llevaba un fino bigote cuidadosamente recortado en el labio superior, a los lados colgaban unas mejillas flácidas que le daban un aspecto perruno.

-¿Qué hay? -ladró. -Pues bueno, pocos clientes pero manteniéndonos como siempre. -Bueno, esto no puede seguir así, ya te lo advertí. Este negocio no puede seguir en pérdidas ni un día más. -dijo mientras fingía ojear un catálogo. -Esto... bueno, señor... sabe que no puedo hacer nada, así son los tiempos... -¡Exacto! -dijo soltando el catálogo con un golpe en la mesa- Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir y me alegra que lo tenga tan claro. Así que no me demoro más en lo que venía a decirle: a fin de mes cierro la tienda. Pasaron unos segundos hasta que acertó a musitar: -¿Cómo señor? ¿Y yo? ¿Qué va a ser de mí? -Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir, usted lo ha dicho. Seguro que hay más mares por ahí para peces como usted -Esperó unos segundos por si llegaban las réplicas que había imaginado y esperado, pero ante el silencio que se había instalado entre ellos, le lanzó una mirada de desprecio que contradecía sus últimas palabras y se fue de la tienda sin más, como si todo estuviera dicho.

Al salir abrió la puerta furia. Ésta golpeó con fuerza unos listones de aluminio que estaban mal apoyados en la pared. Cayeron al suelo arrastrando un saco de pienso que asomaba de un estante alto y el saco empujó una pecera que asomaba de su balda. Los peces se dispersaron por el suelo entre trozos de cristal y copos de pienso. Coleteaban en el suelo ahogándose en la falta de agua. Él se los quedó mirando unos instantes y luego los recogió cortándose los dedos con los trozos de pecera.

El día del cierre fue un día cualquiera más. Había colgado carteles de liquidación en el escaparate, pero eso no había atraído más clientela y los habitantes de la tienda seguían flotando ignorantes de que su destino era incierto y probablemente nefasto. El dueño no había revelado qué pensaba hacer con el local pero ni la curiosidad despertaba en él una mínima tentación de mirar al futuro. Al día siguiente ya no tendría ingresos ni modo de pagar alojamiento y comida. No sabía qué iba a hacer, él que no sabía hacer nada y que a fuerza de pasar sus días en aquella húmeda tienda y ver la vida a través de un escaparate había dejado de sentirse como un ser humano. Su futuro era tan incierto como el de aquellos bichejos acuáticos.

No pudo comer el sandwich envuelto en arrugado papel de plata, en lugar de eso lo deshizo en migas que fue repartiendo por los acuarios en una especie de comunión de perdedores.

No entró ni un sólo cliente en la tienda en todo el día como para confirmar que aquel negocio era innecesario y estéril, que nadie quería un pez en su vida. Todos preferían a los perros y los gatos. La gente tenía mascotas para recibir cariño y un pez sólo está ahí, como una lámpara o un mueble, demostrando apenas que está vivo. Sus pensamientos estaban más desbocados que nunca y él intentaba nadar alejándose de ellos, consciente de estar condenado a rodearlos mientras viviera.

El dueño no se presentó allí aquel día, no fue a cerrar ni dio lugar a ceremonia alguna. Él bajó la persiana como un día cualquiera sabiendo que no se engañaba: era el último. Permaneció un momento en el interior, en la penumbra de los fluorescentes de los acuarios de peces tropicales., mirando aquel lugar como si lo viera por primera vez, sorprendido de su indiferencia ante todo. Cerró la puerta de atrás y se fue a la calle.

Sin embargo, enseguida entró de nuevo y en un último arrebato inane y hastiado, fue metiendo uno tras otro cada pez en una gran pecera enorme, todos juntos a pesar de sus distintas necesidades, todos mezclados como si realmente hubiera un mar que pudiera acogerlos a todos. Dejó la pecera en el mostrador y echó un chorreón de lejía en el agua, generosamente.

2 comentarios:

memoriadepezphoto dijo...

Qué triste...
Qué bien escrito...
Saludos.

Rosita Fraguel dijo...

¡Oh! ¡Qué maravillosa selección de fotos! ¡No dejes de volver por aquí por favor!

Saludos fraguelianos :)