(Este libro se ha leído en el Club de Lectura de Palomares del Río. La reseña está orientada a quienes participan en el club en el contexto de nuestras reuniones).
Este libro tiene un problema de partida para un porcentaje alto de quienes se acercan a él y es que la condición de mujer trans de su autora parece fagocitar la cuestión literaria. Esto es profundamente injusto y quiero iniciar esta reseña poniendo en su justo lugar este dato, junto con el hecho de que sea mujer (lo de la literatura femenina de marras), como el hecho de que sea de clase trabajadora, … todo ello tiene influencia, clarísima, en la obra, como debe ser, pero quiero alejar estas condiciones de partida de la clasificación literaria del libro. Toda atribución de características individuales a la pertenencia a un colectivo ya sabemos cómo se llama. Este es, sencillamente, un libro grandioso, de extraordinario nivel literario y que tiene una belleza innegable que quería compartir en el club. Usaremos todo su contexto para analizarlo, pero hay que tener claro que el libro es obra de una sola persona con unas intenciones particulares y un mundo concreto y que no actúa en representación más que de ella misma. Ojalá este derecho lo tengamos siempre todos.
(Y no, esto no saca de la ecuación el activismo, la comunidad o el uso de la literatura como herramienta de cambio social. Al fin y al cabo, todo lo que hacemos es político. Incluso esta reseña.)
También hay que aclarar que no se trata de una biografía sino de una obra de ficción, aunque ya volveremos sobre esto. Así lo ha aclarado en numerosas entrevistas la autora y así debemos entenderlo.
En cuanto a los temas principales del libro, hay que aclarar que no es un libro tanto sobre la cuestión de género como un libro sobre la cuestión de clase. Se centra en la vida en los barrios de la clase trabajadora de los ochenta. Estos barrios, muy parecidos entre sí en los distintos puntos de España, se retratan magníficamente en el libro y se comprenden desde una clave feminista: se valoriza la red de cuidados de las mujeres que supuso la supervivencia de todo el entramado social gracias a su esfuerzo y también a su opresión. Una labor generosa, amorosa y que se impuso de forma injusta para ellas. Una heroicidad obligada. Y también se pone sobre la mesa como un profundo analfabetismo emocional mantenía las expresiones de cariño, tanto en las familias como entre amigos, codificadas, ocultas, requiriendo interpretación. Quedaba forzada una expresión del amor mediante símbolos (el padre que le ofrece siempre el resto del bocatita que se prepara como por casualidad) que tienen que ser traducidos y que requieren un esfuerzo de comprensión.
Esta sociedad retratada en el libro sirve también de contexto para hacer un alegato contra lo que suelo llamar Dictadura de la normalidad. Es una sociedad en la que los roles, las costumbres, las buenas formas de vivir, están normalizadas y que, a su vez, hace oídos sordos al maltrato, el abuso y la violencia que se ocultan bajo esa supuesta normalidad. Se sobrevive mediante la ceguera y la falta de espíritu crítico. En este mundo, la disidencia está penada con el ostracismo y el señalamiento. Esta normatividad impuesta es la que genera la problemática de la protagonista y la obliga a transitar su viaje del héroe. Se trata de una novela de transformación, como ya vimos con “Eleanor Oliphant está perfectamente”, que conserva el esquema clásico. Hay un punto de partida, un viaje y un regreso. Y la protagonista regresa cambiada a un mundo que es el mismo pero que no vivirá del mismo modo.
Decíamos que no se trata de una obra de autoficción y es a raíz de esta lectura que he profundizado en los orígenes y significados de este término (o género) con que últimamente se etiquetan muchas obras. Partamos de que toda obra, incluso la más cercana a lo biográfico, surge de un proceso de ficcionalización. Aunque la mejor mentira sea la que mayor carga de verdad contenga, lo cierto es que se requiere un proceso, complejo, además, para convertir la mera crónica de la realidad en literatura. Lo vimos con “Crónica de una muerte anunciada”. Los sucesos reales requieren ser ordenados, encadenados mediante causalidades, que realmente no existen, y relacionados entre sí para dotar de un sentido profundo y de una intención estética a lo que, si no, carecería de cualquier interés literario.
Sabiendo esto, las obras en primera persona en la que el protagonista es algún tipo de trasunto del autor generan una distorsión en la, ya de por si precaria a veces, diferenciación entre narrador y autor. Es cierto que puede ser connatural a nuestra naturaleza intentar dirimir si lo que se cuenta es real o inventado, pero también es cierto que esa curiosidad se acalla más fácilmente en unos casos que en otros. Nadie adjudicó, creo, a la obra de Javier Marías o Vilas-Matas el apelativo autoficción que sí se viene aplicando, concienzudamente, desde que asoma la publicación de libros por parte de autoras, mujeres, sí. Y a partir de ahí ya se pueden extraer conclusiones.
Ninguna obra, ni siquiera la más puramente biográfica, se limita a contar la realidad sin procesarla. Ninguna buena obra, sea biográfica o no, trasciende y alcanza “lo literario” sin exigir por parte de quien la escribe un talento y un trabajo que es injusto negar o menoscabar con una sola etiqueta.
Por otro lado, otra cuestión a la que he vuelto en el transcurso de la lectura de esta novela es el cómo se produce la universalización de experiencias vitales particulares o locales. Me explico, y es que es posible entender/empatizar/emocionarse con/apreciar, y de un modo profundo, una obra del gótico sureño siendo, por ejemplo, española en el siglo XXI, pero es que, teniendo en cuenta que la obra de Alana ha sido traducida a 13 idiomas y tiene reconocimiento internacional, es que es posible empatizar o interesarse por un retrato de los barrios obreros españoles de los ochenta teniendo una experiencia vital totalmente ajena a ellos.
Quizá es que la aspiración a la universalidad no ha sido nunca otra cosa más que el pretender asemejarse a lo canónico y el canon siempre ha resultado ser un acuerdo, una imposición a veces. Podemos quitar el quizá de la frase anterior.
En definitiva, una obra local, desde una experiencia particular y personal, si está bien contada (ésta lo está magníficamente) es completamente comunicable atravesando culturas, períodos temporales, etc. Y aquí podríamos convocar aquella loa a lo auténtico, pero sería abaratar la reflexión.
Volviendo al libro y dejando las divagaciones, tenemos que destacar varios grandes logros. Por un lado, esa mirada compasiva de la autora hacia los personajes (las personas), siendo estos los forzados a la disidencia social, los expulsados al margen y que se acogen en la obra con una dignidad y un amor inmensos y necesarios. También se extiende esta observación amorosa sobre los que se mantienen dentro de lo que hemos llamado la dictadura de la normalidad y allí sobreviven, acatan y desacatan y hacen lo mejor que pueden con las cartas con que les ha tocado jugar. Es reconfortante esta mirada compasiva que no se mueve nunca hacia la condescendencia.
Otro logro innegable es el uso certero y poético de las palabras, creando en la economía y la experimentación metafórica y simbólica nuevos espacios de significación, de explicación, de comprensión de la realidad. Sin que los fuegos artificiales lleguen a hacer del texto algo oscuro o inaccesible, sí que somete la forma ejerciendo lo que Valeria Correa ha llamado alguna vez “violencia sobre el lenguaje”. Así, lo que se cuenta y cómo se cuenta van de la mano para emocionar al lector y atraparlo para que adopte, también, esa mirada compasiva de la que hablábamos.
Volviendo por último a una nueva divagación, me pregunto si la disidencia y la distancia del mundo es la mejor, quizá la única, posición que puede tomar un creador artístico. Si el que sale de la norma aprende a observar su entorno con precisión como puro método defensivo (saber por dónde te va a venir el guantazo suele ser útil cuando los recibes a menudo), eso llevaría a pensar que, en la creación, por mucho que nos alejemos de la romantización de los malditismos, no estaremos refugiándonos los raros que aprendimos a mantener las distancias y analizar lo que nos rodea con ese punto de extrañeza e, incluso, curiosidad.
Por último, en la habitual sección de “si te gustó”, os recomiendo leer “Las malas” de Camila Sosa y ver la serie Pose.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario