22 de enero de 2007

El hijo pródigo

¿Sabes esa sensación? Cuando es de noche y caminas por una calle solitaria y silenciosa. La espalda se tensa y apresuras un poco los pasos sin reconocerlo.

Hay un hueco tras las costillas demasiado grande como para caber ahí.

El miedo te puede acorralar como un predador a su presa, a mí me ocurre a veces. Entonces camino aprisa. Busco mi calle en los recuerdos como convocándola. Presiento mucho antes de aparezcan el color de las fachadas. El silencio que generan los ruidos conocidos. Incluso a ella la recuerdo; quizá por primera vez en el día.

En esos momentos no te avergüences si crees oír unos pasos y sólo son los ecos de los tuyos. O una respiración y sólo eres tú (y tu resuello). Si se hace más grande el hueco tras las costillas y tratas de tragar el suficiente aire como para llenarlo. Si te aferras a la promesa de su presencia como si de un amuleto se tratara.

Cuando llego al punto conocido decelero. Empieza a acogerme el silencio de mis ruidos. Y siento al fin el alma que se acopla. "Te esperé todo el día". Las llaves giran en la cerradura como bailando. Ya no hay huecos de aire suplente, sólo está ella.

Todas las casas tienen un olor propio. Sabrás cuando has llegado a la tuya con sólo usar la nariz un poco.

Se hace al fin el silencio: una vecina habla por teléfono, unos niños gritan jugando, un vecino ronca. Silencio al fin en mi cabeza. Ella sonríe.

Como tú interpreto la rutina de la llegada. Soy una actriz satisfecha de sí misma. Sé de antemano que todo se desarrollará según el guión -o con eso nos engañamos tú y yo-. Ella se vale de sus viejas artimañas para llamar mi atención. Salta y juguetea, pero celosa de sus funciones sabe que no debe alterar mi calma.

Confieso que más tarde cuando ya las sábanas se cubren le cuento historias como si fuera una niña. Ella agarra el sueño con una mano y mi pecho con otra. Sé que mis historias le recompensan de mi ausencia. De algún modo enmiendo mi atrevido exilio.

Me pregunto cómo haces tú para compensar tus ausencias.

Sin embargo, no me oculto que este intento de resarcirla es aún más cruel que mi abandono. Todas estas dulzuras de mi parte sólo harán que me eche aún más de menos mañana cuando, INEVITABLEMENTE, me aleje de nuevo.

8 comentarios:

pupupidu dijo...

Que texto mas bonito y que bonita tb la idea de cuando uno llega a casa despues de un largo día de trabajo ... A mi siempre me gusta decir: "A partir de ahora ya nada malo puede ocurrir" Uno se siente cobijado y a salvo .... Ahora q trabajo desde casa ya no noto tanto esta sensación ... jejeje

Rosita Fraguel dijo...

Oye, cuando acabes... para favorecer que yo llegue a casa y me sienta estupendamente... ¿por qué no te pasas por mi casa y me pones la tarima a mí? XD XD

Y de paso le das una manita de pintura, me montas los muebles que me quedan... JAJAJA

Yo me siento bien al llegar incluso con todo por medio como está y sin acabar. ¡Si la casa de uno es la casa de uno esté como esté! :)

Rosita Fraguel dijo...

XD XD XD

Rara no... pervertidaaaaa XD XD

Anónimo dijo...

Eh, eh... no os desmadréis, que los Fraguel son seres inocentes y puros... JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA

xDDDD besotes

Rosita Fraguel dijo...

Pues yo soy fraguel... y no sé... no sé...

Argenis dijo...

Juas!, que bonito Rosita... bonito y tristemente cierto...

Me alegra haberte encontrado (bueno, a tu yo blogero)y poderte leer desde el exilio.

Un besote niña!!!

Rosita Fraguel dijo...

¡¡¡¡OMAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!!!!
¡¡¡¡PERO QUÉ ALEGRÍA ME ACABO DE LLEVAAAAAAARRRR!!!!!
Snif... se me salta la lagrimita :')

¡Qué ganas de saber de ti!

Anónimo dijo...

Bajo la piel esperan siempre nuestros miedos. Nunca duermen. Nuestros asesinos de dormitorio, siempre escondidos tras la cortina. Nuestro destripador al cabo de la próxima esquina en la sombra, respirando pesadamente a la espera de que estemos al alcance de su navaja, siempre pendiente de nuestra carótida.

Pero el valor consiste en dominarlos, en mantenerlos bajo la piel. En sentir la tensión de la sangre en la sien mientras caminas, y a pesar de ello seguir avanzando. Apretar los dientes y doblar la esquina traicionera. Mirar a nuestro monstruo a los ojos para que desaparezca de nuevo bajo nuestra piel dócilmente.

Así son los valientes.