La gorgona caminaba a la orilla del río, con los pies desnudos sobre el limo, inquieta, agotada de soledad y seductora, peligrosamente ansiosa.
Entre crujidos y gritos de alimañas, escuchó el relincho del caballo y súbitamente feliz se lanzó a la carrera hacia el camino. Allí apareció, desnuda, tan hermosa como ningún ser humano podría serlo, frente al atribulado muchacho y su caballo que piafó y galopó presa del pánico alejándose de la criatura. El muchacho quedó en el suelo, herido, aterrado, con los ojos clavados en la yerba, forzando su voluntad para no traicionarse. Mientras, la gorgona se le acercaba deliciosamente. "Mírame y ámame mortal" y su voz sonó como la promesa de no morir nunca, de vivir los sueños, de cumplir el destino de los héroes, sonaba a poder, a riqueza, a monedas cayendo sobre un suelo de mármol, a cascadas de agua helada, a yerba fresca, a lo prohibido en los deseos... La voluntad del joven cedió. Y la amó, tan profundamente como ninguna criatura viva podría hacerlo. Allí quedó para la eternidad, con el corazón henchido y fosilizado. La gorgona eufórica, orgásmica, se agachó, le besó los labios helados; "ámame" le repitió en un murmullo, dejándole allí para siempre y volviendo entre saltos y palmas a sus paseos por el bosque.
Tanto disfrutaba la gorgona su poder.
Ante el joven que se atrevió aquel día a cruzar el bosque, se presentó también Medusa desnuda. Tan bella como un amanecer, sonriente, golosa, envuelta en el placer que siente el depredador justo antes de cobrar su presa. Pero la sonrisa se le congeló cuando sus ojos y los del joven quedaron unidos y no hubo piedra sino carne viva ante ella. "Mírame y ámame mortal", dijo titubeando la sorprendida criatura. "Te miro y te veo gorgona, veo tus cabellos de serpiente retorcidas, tu boca como un rasguño en la Tierra que deja entrever el Infierno. Veo las venas bajo tu blanca piel que me hacen olvidar su suave apariencia, recordándome que por ellas corre la sangre de tantos otros que vieron tu falso rostro". "Ámame", sollozó la gorgona, consciente al fin del peligro. Sus culebras revueltas, silbando, le clavaban los afilados dientes en los hombros, en la espalda, en los senos, ciegas de furia y frustración. Pero Medusa no sentía ira, sólo terror.
Se acercó al joven Perseo. Tan hermosa, tan perfecta que la amaba la luz de la tarde, el sol que se agachaba siguiéndole los pasos, el viento que le rodeaba la cintura. Con las puntas de sus dedos helados acarició las mejillas del joven. Casi suplicaba. Acercó su rostro al que como hielo permanecía imperturbable ante ella. Por primera vez, sus besos encontraron unos labios cálidos, por vez primera lloró la inmortal criatura como los hijos de la tierra. Y por primera vez se vio a sí misma cuando, vencida, al apartarse de Perseo, descubrió el espejo en sus ojos. Su propia imagen fue la que convirtió a la Medusa en piedra. Perseo sólo tuvo que cercenar la cabeza.
El joven se marchó triunfante, portando consigo el arma más peligrosa que ha existido jamás en este mundo.
Este tema ya lo digerí invertido en la verdad es siempre dolorosa.
Y sí, el título se lo debo a Extremoduro.
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4 comentarios:
Delicioso, porque hay besos que derriten, porque hay besos que petrifican, porque con algunos se nos escapa una parte de la vida.
¡Qué chulooooooo!
Su profundos ojos, su melena llena de serpientes, su cuerpo lleno de heridas que héroes marcaron,y su sensible corazón castigado cruelmente...
Un abrazo
Mi Medusa, Esther, es algo engañosa... yo no sentiría mucha pena por ella. Aunque en el minirrelato era al revés. Cosas mías...
Un beso a las tres :*
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