Fundamentada en una olvidada fórmula matemática, aquella progresión del clima devolvía en su gráfica la imagen de un pez gigante con una mandíbula diabólica. Sería quizá por las dimensiones de la dentadura o por el sueño provocado por las largas vigilias junto al lápiz calculador, que cuando miró el pez le pareció que tenía un extraño aire familiar. Y quizá por ese aire de genética confusa fue por lo que vino a recordar a su tío M., un hombre de piel siempre húmeda como la de un pez. Aparcó su trabajo matemático a un lado y sentenció el sueño una vez más al destierro. Se levantó de la mesa y marchó a la playa, donde tantas veces su tío M. se sentó con él a inventar cuentos imposibles que le hilvanaba salpicándolos de salivas escapadas de sus labios y sal de las olas revueltas. Se sentó en la orilla y recordó cuántas noches había pasado contando las estrellas a causa de aquella historia que a su tío M. le dio por inventar. Una desconocida leyenda que sólo unos cuantos iniciados pudieron aprender y que aseguraba que aquel mortal capaz de hacer el recuento total de las estrellas sería al fin libre de su condición y se convertiría en un gigante pez inmortal que viviría para siempre en el inmenso océano.
La mañana había borrado las estrellas. Una niebla lechosa envolvía todo y las olas batían suavemente en la orilla. Recordó la mandíbula del pez de su gráfica y le recorrió un escalofrío. Muchas fueron las noches que pasó en vela contando estrellas, sin más objetivo que alcanzar la condición de pez regio. Se imaginaba a sí mismo húmedo como su propio tío M., de quien sospechaba que conocía el cómputo total pero no lo confesaba a causa de alguna extraña elección -que nunca entendió- que debió dejarle varado del lado de los humanos, en esa soledad misántropa en la que siempre vivió, a cargo de un acuario de peces extraños que nadie visitaba ya y donde no había más que especies comunes sin interés ninguno.
De sus excesos en las noches le sobrevino una pulmonía monumental que su madre se empeñó en curar a base de brebajes de vieja, que según ella habían curado a toda la familia y no como esos matasanos de ahora que no saben de la vida más que lo que viene en los libros y eso es bien poco, cosa que sabe cualquiera con dos dedos de frente. Le visitó el paladar el sabor del caldo de pescado que su madre le hizo tomar durante semanas como único alimento. El viento le trajo un olor penetrante de mar antiguo y le sobrevino la misma náusea que entonces, cuando una noche le asaltó la idea de que el caldo aquél no podía ser otra cosa que un guiso de pez que fue hombre contador de estrellas.
El sueño le provocaba dolor de cabeza, pero el viento helado aliviaba sus sienes. La fiebre le subía todas las noches a pesar de los cuidados de su madre. Finalmente le visitó el médico, llamado por su padre, aprovechando un sólo momento en que su madre se ausentó: un domingo por la mañana cuando, sin faltar a sus deberes devotos, su madre se fue a misa, envuelta en su inevitable rebeca de lana gris y maldiciendo tener que dejar a su hijo enfermo. El médico le prohibió el pescado y todos sus derivados, aduciendo que era por una alergia mal entendida por lo que el niño se encontraba en aquel estado. Una escama envuelta en un pañuelo bajo la almohada, fue retirada de inmediato por el doctor, que no evitó una larga diatriba sobre las creencias populares que se mantenían irresponsablemente al margen de la ciencia y del progreso. Tras una fuerte discusión de sus padres sobre la conveniencia de seguir los dictados del médico, le fue retirado el caldo de pescado de la dieta y recuperó la salud en pocos días.
Pero su madre no se había dado por vencida y le colgó al cuello una medalla con un pez de plata a la que ella atribuyó siempre la curación de su pequeño. Se desnudó y contempló aquella medalla, la mandíbula del pez que le colgaba del cuello y sintió el frío sobre la piel. Se metió en el agua con los huesos conscientes de sí y los labios amoratados. Nadó un poco entre las olas, volvió a recoger su ropa y dejando un camino de sal llegó a la casa. Se secó, tomó un caldo de pollo caliente y se sentó de nuevo frente a sus papeles.
El pez de su gráfica le miró desde el cuaderno y venciendo de nuevo el sueño se sumergió en su estudio con intensidad. Al fin y al cabo el recuento de las estrellas no es tarea fácil y que un pez te mire desde una gráfica es siempre, todo el mundo lo sabe, un excelente augurio.
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